He terminado la novela en medio de una ansiedad creciente, que me ha llevado a la ducha y a frotarme bien la piel para desprenderme del olor del niño, de sus costras y de todo su dolor. Para honrar la bondad y la valentía del cabrero y para borrar la iniquidad y la infamia del alguacil y de quienes sacrifican la inocencia de los niños y los aplastan por pura lujuria y maldad. Las lágrimas y el hambre del niño me han dejado un sabor salado y he comido y bebido para intentar saciarle a él. Y, yo que soy una atea recalcitrante, casi rezo una plegaria para rendir homenaje al cabrero. Me maravilla que una primera novela de este autor licenciado en educación física y que se dedica a la publicidad (según la Wikipedia), haya sido capaz de entregarnos estos personajes tan poderosos, tan perfectamente creados y de sumergirnos en una historia muy dura, de la Extremadura rural, seca y vacía, de la riqueza enorme de su lenguaje, y del conocimiento del lenguaje profundo de los habitantes de esas tierras. Todo eso me ha conmovido y sorprendentemente, no he buscado los significados en el diccionario, sino que los he ido incorporando a mi representación interna de todos los lugares y de la lectura. He leído dos veces la novela, la segunda muy despacio para que no se me pasara por alto ningún atisbo de las percepciones del niño, y de la tragedia a la que somete el sol implacable y la falta de agua a la tierra, que hace que lo más noble del ser humano se retuerza hasta lo imposible. Todo lo que yo siento y sé sobre la niñez me estalla delante y si mi espíritu fuera más joven, más sabio y más valiente, saldría afuera a luchar contra todo aquello que daña a la infancia de una manera tan infame, como se nos ha narrado en esta historia. Como final de reseña, me propongo buscar la película de Zambrano y verla, porque por los lectores de Babelio, sé que no desmerece a la novela y no quiero que se me olviden estos sentimientos que me han sacudido. |