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Crítica de Guille63


Guille63
19 March 2023
“La añeja prosa sigue válida.”

Y tanto sigue válida que, a pesar de algunas cositas con las que el autor y yo hemos tenido nuestros más y nuestros menos, y que sin su innegable genio quizá me habría molestado un poquito, la novela me ha gustado entre bastante y mucho. El texto, barroco, culto y hermosísimo, puede leerse gozosamente como si de una novela de aventuras se tratara, en el sentido que puede serlo “El corazón de las tinieblas”, novela a la que sin duda esta debe mucho. Pero, al igual que la novela de Conrad, la de Carpentier es mucho más que eso.

El protagonista de “Los pasos perdidos” ha dejado su vida en manos de un matrimonio al que es infiel y de un trabajo que en realidad es una traición a todo lo que había aspirado en su juventud. Una serie de circunstancias se confabularán para empujarle a un viaje al corazón de la selva del Orinoco a la búsqueda de unos instrumentos musicales primitivos que le permitirá «volver a ser hombre cuando se ha dejado de ser hombre».

“Lo sorprendente es que -ahora que nunca me preocupa la hora- percibo a mi vez los distintos valores de los lapsos, la dilatación de algunas mañanas, la parsimoniosa elaboración de un crepúsculo, atónito ante todo lo que cabe en ciertos tiempos de esta sinfonía que estamos leyendo al revés, de derecha a izquierda, contra la clave de sol, retrocediendo hacia los compases del Génesis.”

En este viaje se irán contraponiendo los valores de la llamada civilización —decadente— frente a los de la vida primitiva —simple y auténtica— en lo que me pareció una visión excesivamente idílica y algo condescendiente del hombre salvaje y de los modos y maneras primitivos, tanto más cuanto más se alejaba de la periferia y “superficialidad” que supone el hombre civilizado y se acercaba al centro del “hombre verdadero”.

Y no es que me parezca equivocada la crítica que se hace a las formas de vida más actuales, empezando por la exagerada confianza en la cultura como antídoto a la sinrazón y que tan bien queda expresada en unos párrafos bellísimos que tienen como protagonista a la novena de Beethoven:

“… una humanidad sensible y cultivada -sin hacer caso del humo abyecto de ciertas chimeneas, por las que habían brotado, un poco antes, plegarias aulladas en yiddish- seguía coleccionando sellos, estudiando las glorias de la raza, tocando pequeñas músicas nocturnas de Mozart, leyendo La Sirenita de Andersen a los niños.”

Nada que reprochar a los ataques a esas gentes, hoy mayoría, que han trocado su alma por el último dispositivo automático (realmente curiosa la leyenda de los mayas guatemaltecos en la que se cuenta cómo “los objetos y enseres inventados por el hombre, y usados con ayuda del fuego, se rebelan contra él y le dan muerte”), que han perdido la perspectiva de lo que importa, que mantienen ritos por la simple costumbre que legitima o condena actitudes, acciones y personas, que viven sometidas a las “voluntades ajenas”, que consideran graves problemas circunstancias que nada suponen, etc., etc., etc. (“los hacedores de Apocalipsis”).

Pero creo que es un poco pueril pensar que todo tiempo pasado fue mejor y mucho más a medida que nos acercamos a los orígenes del hombre, como así defiende Carpentier en este viaje en el tiempo (“de derecha a izquierda”) que es su narración.

“Un día, los hombres descubrirán un alfabeto en los ojos de las calcedonias, en los pardos terciopelos de la falena, y entonces se sabrá con asombro que cada caracol manchado era, desde siempre, un poema.”

Nada me inclina a pensar que el ser humano no sea ahora tan bueno y tan malo como lo ha sido siempre. Bien es verdad que las duras condiciones naturales de aquellos tiempos primitivos, la necesidad y la amenaza siempre presente obliga a preocuparse únicamente de lo esencial, a disfrutar de los gozos más simples y gratuitos, a un mayor respeto por mitos y ritos que se viven más profundamente, a la solidaridad con los otros. Pero también es cierto que ese apego y preocupación por los demás con mucha frecuencia se acaba abruptamente poco más allá de la propia familia y puede convertirse en una atroz brutalidad con la tribu distante un mero día de camino.

Y no es que Carpentier muestre el mundo selvático como un espacio utópico malogrado. El autor se esfuerza mucho en subrayar las penurias que implica una naturaleza siempre ávida de reconquistar sus posesiones, o los casos de Nicasio, el leproso expulsado del poblado, la barbarie con la que una tribu castiga a un misionero, el racismo (“Eramos tres hombres y doce indios”), el machismo (“La hembra sirve al varón”), la homofobia (hay una bestial paliza de una mujer a otra por el simple hecho de pretenderla) tanto o más grave que los actuales. Sin embargo, Carpentier trata todo ello con una indulgencia, incluso con una aquiescencia, que desaparece completamente cuando se trata de los males del presente.

En fin, que todo esto con lo que discrepo no ha conseguido empañar una lectura gozosa de una historia con final abierto en la que, no obstante, sí queda claro que muchos de los caminos recorridos por la humanidad no permiten ya una vuelta atrás, que algunos pasos se han perdido para siempre, algo en lo que el autor, en contra de mi parecer, no parece encontrar nada bueno.

“He tratado de enderezar un destino torcido por mi propia debilidad y de mí ha brotado un canto -ahora trunco- que me devolvió al viejo camino, con el cuerpo lleno de cenizas, incapaz de ser otra vez el que fui.”
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