El ser humano toma una media de treinta y cinco mil decisiones al día, la mayoría de ellas de manera inconsciente. Qué me pongo, tostada o cereales, voy caminando al trabajo o cojo el metro, saludo a esa vecina que me cae tan mal o paso de largo mientras subo el volumen de mis cascos. Muchas de esas decisiones son, más que decisiones, hábitos. Pocas veces a lo largo de una jornada normal nos vemos en la tesitura de decidir algo que vaya realmente a cambiarnos la vida. Hacemos cosas por costumbre y también las hacemos por amor. Incluso por un amor que se ha convertido en costumbre y que no deja espacio para cuestiones trascendentales. Hacemos lo que hacemos porque es lo que toca, por instinto de protección, porque siempre ha sido así. ¿Pero y si cada día tuviésemos que pensar en qué hacer para que nuestra vida o la de nuestros seres queridos no se malograra para siempre? ¿Si nos viésemos obligados a ocultar, a mentir, a disimular algo que sabemos pero que no podemos contarle a nadie? Agotador, lo sé. Aunque quizá incluso las decisiones más importantes las tomamos, de alguna manera, también de manera automática... |