Cuando un disparo de mano desconocida desperdigó el cerezo retorcido e indomeñable de Sigsbee Manderson, ese mundo no perdió nada que mereciese una sola lágrima; ganó algo memorable con el duro recordatorio de la vanidad de riquezas como las que había acumulado el muerto, sin un solo amigo leal que lo llorara, sin una sola acción que honrara en lo más mínimo su memoria. Pero, cuando llegó la noticia de su fin, a quienes vivían en los grandes vórtices de los negocios les pareció como si también la tierra hubiese temblado sacudida por un golpe.