En un reflejo de la vitrina surgió el rostro de un hombre que parecía haber permanecido en un tonel de dioxina. Tenía la boca torcida, la nariz hecha una pena, el pelo desgreñado y una mirada de horror. Llevaba un ojo recosido, y el otro aparecía desorbitado como el ojo de Caín. Miré fijamente esa pupila dilatada durante un minuto hasta caer en la cuenta de que no era otro que yo. Una extaña euforia se apoderó de mí. No sólo me hallaba exiliado, paralizado, mudo, medio sordo, privado de todos los placeres y reducido a una existencia de medusa, sino que además resultaba horrible de ver. |