El chico que ha aparecido por la trampilla se aposta en la pared del fondo. Pressia tiene que hacerse un hueco en el corro para poder verlo bien. Es ancho y musculoso. La camisa azul que lleva tiene varios desgarrones y está gastada por los codos. Donde faltan botones ha hecho agujeros en la tela y los ha atado con cordel. Ahora recuerda la primera vez que lo vio. Regresaba a casa por el callejón, un día que había ido a rebuscar, cuando oyó unas voces por la ventana. Se detuvo para mirar por ella y vio a ese chico —con dos años menos que ahora pero aun así fuerte y nervudo— tumbado a un lado de la mesa mientras el abuelo trabajaba inclinado sobre su cara. Aunque la escena era borrosa a través del cristal cuarteado, está convencida de que vio el rápido aleteo de los pájaros alojados en su espalda: unas plumas grises alborotadas y el destello veloz de un par de patitas naranjas acurrucadas bajo una barriga con pelusilla. |