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¿Sabes esa caja que todos tenemos en casa, con recuerdos u objetos que significan algo para nosotros? ¿Esa caja que abrimos cuando nos sentimos nostálgicos, o que abrimos por casualidad y luego no podemos dejar de repasar todo lo que contiene…? Y es que lo que contiene causa esa sensación de calor en el corazón que a veces sienta tan bien y a veces es incluso el detonante de alguna lagrimilla furtiva. Pues bien, esa caja es este libro. Esa caja es esta joya de recopilación que no para de disparar sentimientos al lector, a bocajarro y sin posibilidad de escape. Y uno solo puede rendirse a ellos y disfrutarlos: 8 cuentos (de 6 autores rusos inigualables) en los que, y no es casual, casi todos los títulos y temáticas tienen que ver con animales y naturaleza. Comienza el libro con una fábula maravillosa, «Las tres preguntas», del profundo Tolstói, tan fácil y ligero de leer como un cuento infantil, pero que deja tanto poso filosófico que requiere de cierta pausa y reflexión tras la lectura. El mismo León es el autor del segundo relato, «Karma», cuyo título no deja lugar a la duda sobre su temática y que versiona magistralmente una leyenda hindú sobre el bien y el mal; el bien y sus bendiciones; el mal y sus consecuencias. Personalmente, he de decir que Chéjov es mi autor ruso favorito y se me excusará si me explayo un poquito más en sus relatos, los dos siguientes del libro. Me fascina la sensación de que está tan en comunión y enamorado de la naturaleza, que escribe los cuentos como si ella misma fuese la voz narrativa. Como muestra: en «Kashtanka», la historia del periplo incierto de un perrito encantador, los animales tienen nombres y apellidos, pero los humanos son ninguneados y apenas mencionados con términos como “el desconocido”, “los clientes”, “el ebanista”. Y en «Historia de una anguila», la naturaleza se defiende con todo lo que tiene contra el ataque del ser humano y Chéjov refleja con destreza casi poética la ineptitud de este en la batalla. ¡Fantástico! El quinto relato, «La nariz», de Nikolái Gógol, plantea una situación disparatada y surrealista sobre la desaparición de una nariz. Se dirige directamente al lector, queriendo colocarlo activamente, tanto al principio como al final, en la comprometida decisión sobre la veracidad de la historia. Magistral. El sexto cuento, «El cuento del gallo de oro», es una de las piezas más inspiradoras del libro y de la época (escrito en 1834, originalmente en verso), versionada y traducida en numerosísimas ocasiones (con lo complicado que es traducir de poesía a prosa). Pushkin hace que tengas la sensación de leer algo fácil, por su pluma ágil y su lírica, pero enseguida te das cuenta de la profundidad de su duro juicio a la estupidez humana y la falta de palabra de los poderosos. Una gozada. El séptimo texto, «El cocodrilo» de Dostoievski, critica severamente el sinsentido del sistema burocrático y político ruso. Hasta ahí, nada nuevo en el autor ni sus congéneres. Lo que quizás no te esperas es que lo haga a través de una historia tan delirante y absurda y que ya en el primer párrafo del cuento te “destripe”, y nunca mejor dicho, la trama principal: un cocodrilo engulle a una persona entera. Durante su divertido argumento uno se pregunta si esta tragedia es una penitencia por la arrogancia humana, al creerse superior a los animales, o si es un castigo por la envidia ajena. Y llega el último cuento, «La pequeña codorniz»: para mi gusto el más dulce de todos, perfecto para acabar la colección con una sonrisa. He de reconocer que nunca había leído a su autor, Turguéniev, y he quedado enamorada de la delicadeza con la que escribe esta reflexión sobre el mundo de los cazadores, y de la inocencia que transmite párrafo a párrafo la tan adecuada narración de un niño de 10 años. Invita a leer al autor mucho más. En resumen, y si bien hay algunos descuidos de maquetación y traducción que no han de ensombrecer su disfrute, «Cuentos rusos» es un libro que me ha maravillado, transportado y deslumbrado y que recomiendo tanto a neófitos de la literatura rusa como a entendidos a los que les apetezca desempolvar la cajita de los recuerdos. |
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