Mi mente se llenaba de vagas ideas sobre la sociedad, sobre sus bienes y sus males. No sé qué tristeza me iba ganando; dejaba el mástil en el que estaba sentado; remontaba el Penfeld, que desemboca en el puerto; llegaba a un recodo detrás del cual desaparecía el puerto. Allí, sin ver nada más que un valle de turba, pero oyendo aún el murmullo confuso del mar y el vocerío de los hombres, me tumbaba al borde del riachuelo. Unas veces viendo correr las aguas, otras siguiendo con la mirada el vuelo de una corneja marina, disfrutando del silencio de mi alrededor, o prestando oídos a los martillazos del calafate, me sumía en la más profunda ensoñación. En medio de ella, si el viento me traía el sonido del cañón de un navío que se hacía a la vela, me estremecía y las lágrimas bañaban mis ojos.
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