El Pabellón de Oro de Yukio Mishima
Entonces me quedé petrificado. Mi voluntad también, y mi deseo. El mundo exterior había roto todo contacto con mi universo interior y empezó a vivir fuera de mí una existencia absoluta, independiente. Me había escapado de la casa de mi tío, había calzado mis zapatillas de deporte, había corrido como un loco a lo largo del camino apenas visible bajo la débil luz del alba hasta llegar al olmo de Siberia, y sin embargo, con todo, no había hecho sino moverme dentro del limitado espacio de mi propio universo. La techumbre de las casas del pueblo, que empezaban a perfilarse, los árboles negros, la negra cresta de la montaña Aoba, incluso la propia Uiko, allí, de pie delante de mí, se encontraban ahora tan totalmente desprovistos de sentido que resultaba pavoroso: todos aquellos objetos habían recibido el don de la realidad al margen de mi acción; y era en esta realidad justamente, vacía, monstruosa, negra como la noche, la que ahora me caía encima de repente como una mole que me aplastaba, una inmensa mole que mis ojos jamás habían visto.
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