El Pabellón de Oro de Yukio Mishima
La calma volvió a mí, disipando poco a poco mi terror. Así debía ser para mí la Belleza: capaz de defenderme contra la vida, de protegerme de ella. Pensaba, y era casi una oración dirigida al Templo: «Si mi vida ha de ser como la de Kashiwagi, protégeme. ¡Porque creo que no lo podría soportar!». La única enseñanza que podía sacar de los argumentos de Kashiwagi y de la improvisación que había desplegado ante mis ojos, era que vivir y destruir son sinónimos. Á semejante existencia le faltaba toda espontaneidad, y le faltaba también la belleza de un edificio como el Pabellón de Oro: en cierto modo, no era más que una serie de piadosas convulsiones. Confieso que aquella vida me atraía, la verdad, que en ella adivinaba mi propia pendiente. Pero si había que empezar por hacerse sangre en los dedos con las espinas y astillas de la existencia, resultaba pavoroso. Kashiwagi despreciaba el instinto lo mismo que el intelecto. Como una pelota de forma extravagante, su existencia avanzaba sola, caprichosamente, rodando, tropezando, intentando, abatir el muro de la realidad. Pero, en medio de todo eso, no había un solo acto auténtico. En una palabra: la vida, tal como él la sugería, no era más que una peligrosa farsa destinada a abatir esta realidad disfrazada, irreconocible, ante la cual nosotros obrábamos como incautos, y a despejar el universo de todo lo desconocido que inspira recelo. |