La primera vez que nadas en un río sabes que nada va a ser igual. El olor a vida se queda impregnado en tu memoria para siempre, como la piel de un bebé. Hoy, el olor a fango, a hojas húmedas, a piedras pulidas y raíces es sólo un recuerdo. Porque nadie quiere meterse en el río ya, salvo los niños. En el agua fría sólo hay seres con escamas resbaladizos y culebras largas. Así que ya no nos bañamos. Tampoco en los pantanos, de negras profundidades donde reíamos de adolescentes. Ni en el mar más allá de donde hacemos pie. Hoy hay que leer a Deakin para volver a ser niño y regresar a ese río lleno de barbos. Leer como quien nada. Y pasear por una playa de guijarros que espera tras recorrer las carreteras brillantes de Gran Bretaña como si fuera nuestra patria.