Eneida de Publio Virgilio Marón
Desde el principio del mundo, un mismo espíritu interior anima el cielo y la tierra, y las líquidas llanuras y el luciente globo de la luna, y el sol y las estrellas; difundido por los miembros, ese espíritu mueve la materia y se mezcla al gran conjunto de todas las cosas; de aquí el linaje de los hombres y de los brutos de la tierra, y las aves, y todos los monstruos que cría el mar bajo la tersa superficie de sus aguas. Esas emanaciones del alma universal conservan su ígneo vigor y su celeste origen mientras no están cautivas en toscos cuerpos y no las embotan terrenas ligaduras y miembros destinados a morir; por eso temen, desean, padecen y gozan; por eso no ven la luz del cielo encerradas en las tinieblas de obscura cárcel. Ni aun cuando en su último día las abandona la vida, desaparecen del todo las carnales miserias que necesariamente ha inoculado en ellas, de maravillosa manera, su larga unión con el cuerpo; por eso arrostran la prueba de los castigos y expían con suplicios las antiguas culpas. Unas, suspendidas en el espacio, están expuestas a los vanos vientos; otras lavan en el profundo abismo las manchas de que están infestadas, o se purifican en el fuego. Todos los manes padecemos algún castigo, después de lo cual se nos envía a los espaciosos Elíseos Campos, mansión feliz, que alcanzamos pocos, y a que no se llega hasta que un larguísimo período, cumplido el orden de los tiempos, ha borrado las manchas inherentes al alma y dejándola reducida sólo a su etérea esencia y al puro fuego de su primitivo origen. Cumplido un período de mil años, un dios las convoca a todas en gran muchedumbre, junto al río Leteo, a fin de que tornen a la tierra, olvidadas de lo pasado, y renazca en ellas el deseo de volver nuevamente a habitar en humanos cuerpos.
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