Hamnet de Maggie O'Farrell
Los párpados se han teñido de un delicado gris violáceo, como los pétalos de las primeras flores de primavera. Se los cerró ella. Con sus propias manos, con sus propios dedos, que tan ardientes y resbaladizos estaban; que tarea tan imposible, qué difícil se le hizo tocar con los dedos temblorosos y húmedos esos párpados tan queridos, tan conocidos que podría dibujarlos de memoria si le pusieran un carboncillo en la mano. ¿Cómo es posible tener que cerrar los ojos a un hijo muerto? ¿Cómo es posible tener que buscar dos peniques y ponerlos uno en cada ojo para sujetar los párpados? ¿Cómo es posible hacer semejante cosa? No está bien. No puede ser. Le coge la mano. Le cede todo el calor de su piel. Casi puede imaginarse que es la misma mano de siempre, que todavía está viva, si deja de mirarle la cara, el pecho que ya no sube y baja y la inexorable rigidez que va invadiéndole el cuerpo.
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