Rayuela de Julio Cortázar
Lo único consolador a esa hora era el silencio, quedarse así uno contra otro, oyéndose respirar, viajando de cuando en cuando con un pie o una mano hasta el otro cuerpo, emprendiendo blandos itinerarios sin consecuencias, restos de caricias perdidas en la cama, en el aire, espectros de besos, menudas larvas de perfumes o de costumbre.
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