Juan María Luribe
Era pequeño, viejo, de raza indeterminada. Su pelaje era tosco, de un color negro grisáceo nada homogéneo y tenía una perilla canenta y sucia. En su lomo, alborotado y mustio por la herrumbre del tiempo, se adivinaban legiones de pulgas. Cojeaba ostensiblemente y, para colmo, la edad había hecho estragos en sus ojos, diminutos y pálidos, y apenas veía.
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