La compasión divina de Jean Cau
Nadie duerme. Cada cual escucha el crujido de los jergones de los otros tres. Suspiros. Toses. Todos esos ruidos nocturnos que emanan de las camas de los matrimonios que han tenido una discusión y no pueden dormir. Una angustia pega en las paredes de la celda con sus húmedas alas de murciélago. La angustia se transforma de murciélago en sapo. Y éste, en el suelo de la celda, se hincha y engorda con nuestro silencio y nuestros sudores. Se infla tanto que apenas cabemos. Aplasta nuestros cuerpos contra la pared y el contacto de su piel fría y pustulenta nos seca la garganta. El doctor tiene la lengua pegada al paladar. Alex castañea los dientes como el perro que se mordisquea el pelo para acabar con las pulgas. Eugéne, como cuando tiene miedo, se protege el sexo con las manos; Match se araña el pecho. El aire se enrarece. Vamos a morir de asfixia, pero sale el sol, salta a la celda, atraviesa al sapo con un rayo y ya estamos todos en pie, con la cara terrosa y ojeras grises bajo los ojos.
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