Y eran una sola sombra de Isabel-Cristina Arenas Sepúlveda
Casi al final del día acaricia la begonia violeta que yo le regalé y que puso en la ventana de madera. Llama a Isabel. No está, nada que aparece. Decide no descongelar la nevera y tampoco hace hielo. No se da cuenta de que ya no existe la zapatería. Y así, de un lado a otro ocupado en oficios hasta que no le quedan alientos y se sienta en la cocina a descansar, ya oscurece y no dejó ni un ratico para limpiar el polvo.
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