Los días del abandono de Elena Ferrante
Desde el momento en que me había enamorado de Mario, había empezado a temer que le dejase de gustar. Lavar el cuerpo, desodorarlo, borrar todas las señales desagradables de la fisiología. Levitar. Quería despegarme del suelo, quería que me viese flotando en el aire como ocurre con las cosas íntegramente buenas. No salía del baño si no había desaparecido el mal olor, abría los grifos para evitar que oyese el chorro de la orina. Me frotaba, me restregaba, me lavaba el pelo cada dos días. Pensaba en la belleza como en un esfuerzo constante de eliminación de la corporalidad. Quería que amase mi cuerpo, pero olvidándose de lo que se sabe de los cuerpos. La belleza, pensaba angustiada, es ese olvido.
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