Esperando al diluvio de Dolores Redondo
Que ni todos los policías ni los militares con sus cascos, sus fusiles y sus escudos eran tan intimidantes como una anciana con su collar de perlas y su bolso bueno de piel al salir de misa, o una joven madre empujando la sillita de su bebé. Y que con un gesto de infinito desprecio constituían la más afilada punta de lanza que una sociedad podía cerner contra su Gobierno. Que el modo en que reclamaban la calle, con orgullo y silencio, solo era un aviso, porque en unas horas cederían su espacio a los que venían detrás.
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