Todos los días son nuestros de Catalina Aguilar Mastretta
— ¿Cómo estás? —me insiste. Y hay dos maneras de contestar esta pregunta. En una se abren unas compuertas que se nos han ido cerrando durante años, que dicen la verdad con todas sus complejidades, que están dispuestas a arrastrarse, a perder el miedo y la dignidad, a aferrarse a la mano del otro antes de que se salga de la cama irremediablemente: «Este brazo es mío y no te lo llevas aunque esté pegado a tu cuerpo». Esa primera respuesta acepta que todo es horrible y que eso no importa, nos deja listos para volver a lastimarnos cuantos más años nos queden. La segunda manera de contestar cierra las puertas, suelta el brazo, imagina que tiempo después quizá nos encontraremos por la calle y nos diremos: «Nunca dejé de quererte» o más cosas así terribles, pero lejanísimas. Las dos respuestas son igual de ciertas. Pero la primera continúa la batalla. La segunda está exhausta y es la que necesito dar: —Estoy bien —digo. —Okay —dice él. |