Ogro de Altea Cantarero
Le puso una mano en el hombro, consoladora. —Lo sé, Marita. Lo sé todo. Es terrible. Y confía en que el Señor allá arriba que lo ve todo sabrá hacer justicia. Separar el trigo de la paja. Pero ahora, esto… por favor, Marita, no cuentes nada. No tú, al menos. Pensaré en lo que me estás diciendo y, si hace falta, yo misma hablaré con el inspector sobre lo que sucedió con la madre Pura. Pero ahora no, Marita. Ahora descansemos, consultemos con la almohada y con el nuevo día veremos más luz. Confía en mí. Déjalo de mi cuenta. Reza, hija mía... En el fondo de su alma, sabía que Marita tenía razón al menos en algo: era un tema que habían tenido que hablar hace mucho, mucho tiempo, ponerle palabras, nombrarlo, para poder así combatirlo, conjurarlo. Ponerle términos para haberlo terminado… Pero ahora, justo ahora, justo ella, justo Marita, ahora… tal vez era mejor callar. Ahora era el tiempo del silencio. Otro tipo de silencio. Rezó, con piedad, con desespero. Con terror.
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