El conde de Montecristo de Alejandro Dumas
“El conde, fuese prestigio ficticio, fuese prestigio natural, llamaba la atención en todas partes donde se hallaba; no era su frac negro, sencillo y sin condecoraciones; no era su chaleco blanco sin ningún bordado; no era su pantalón, de cuyo botín salía un pie de la forma más delicada, lo que llamaba la atención; eran, si, su blanca tez, sus cabellos negros y rizados ligeramente, su rostro sereno y puro, sus ojos profundos y melancólicos, en fin, su boca dibujada con una delicadeza maravillosa, y que sabía tomar tan fácilmente la expresión del mayor desdén, lo que hacía fijar en el todas las miradas. Podía haber hombre más apuesto; pero seguramente no los habría más significativos (permítasenos esta expresión); todo en el conde quería decir algo y tenía su valor; porque la costumbre del pensamiento útil había dado a sus facciones, a la expresión de su rostro, y a sus gestos insignificantes, una flexibilidad y una firmeza incomparables” |