El extranjero de Albert Camus
El día concluía y era la hora de la que no quiero hablar, la hora sin nombre, en la que los ruidos de la noche subían desde todos los pisos de la cárcel en un cortejo de silencio. Me acerqué a la claraboya y con la última luz contemplé una vez más mi imagen. Seguía siempre seria y nada tenía de sorprendente pues en ese momento yo lo estaba también. Pero al mismo tiempo, y por primera vez desde hacía largos meses, oí distintamente el sonido de mi voz. Reconocí que era la misma que resonaba desde hacía muchos días en mi oído y comprendí que durante todo este tiempo había hablado solo. Recordé entonces lo que decía la enfermera en el entierro de mamá. No, no había escapatoria y nadie puede imaginar lo que son las noches en las cárceles. Pág. 107. |