Para peinarme, Mamá se instalaba en una silla alta, y a mí me sentaba delante de ella en un taburete. Sus rodillas me servían de respaldo y al hablar nos mirábamos los rostros en el gran espejo que enfrente y cerca de las dos reflejaba el grupo entero. No bien las manos blandas revolando en mi cabeza empezaban a deshacer moñitos, cuando un poco más arriba los labios rompían a contar un cuento. Era una costumbre consagrada.
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