Tras cuarenta y tres años, mi vida aún no se ha convertido en “mi vida”. Podría ser perfectamente la vida de otra. Solo cuando deje de ser la insoportable repetición de los acontecimientos, será mía. Y eso no sucederá hasta mi muerte.
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Tras cuarenta y tres años, mi vida aún no se ha convertido en “mi vida”. Podría ser perfectamente la vida de otra. Solo cuando deje de ser la insoportable repetición de los acontecimientos, será mía. Y eso no sucederá hasta mi muerte.
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¿Qué se supone que tengo que hacer con la felicidad después de haberme acomodado tan alegremente en la infelicidad?
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Incapaz de recordar la riqueza de los libros leídos y tan queridos o de la música. Su espíritu ha dejado de trabajar. Parálisis absoluta.
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Un placer infinito para ella: buscar una frase dentro de otra. La concentración y el gran silencio que exige este trabajo le permiten aislarse por completo de su entorno; sí, incluso olvidar la realidad: eso es lo que quiere.
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No tiene claro si tiene alucinaciones. En el estado en el que se encuentra, las cosas más increíbles y nunca vistas se vuelven realidad.
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Desde ayer sé por qué escribo este libro: para seguir estando enferma un poco más. Cada día puedo disponer nuevas páginas en blanco que deben ser escritas y así, mientras tanto, sigo enferma, pero igual que antes, me persigue el trampero.
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Envejezco. La madurez y la infancia empiezan a parecerse. Nunca he sido joven. Soy una niña vieja. No seré adulta antes de que me llegue la muerte. ¡Qué inmerecida dicha! Pero que feliz sería si no amaneciese un nuevo día. Despertarme cada mañana no me depara ninguna alegría.
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El retrato de Dorian Gray