Thérèse Raquin

Zola tenía 27 años cuando escribió esta sorprendente novela en la que expuso la vertiente irracional del ser humano, falto de toda capacidad de anticipación de las consecuencias de sus propios actos, que ignora el poder de la reflexión y se engaña a si mismo y a los demás. El escritor no realiza ninguna clase de valoración ni juicio, se limita a exponer una serie de hechos a los que da forma recurriendo a una laboriosa y compleja descripción de sus personajes. En este caso, los muestra como seres insatisfechos, egoistas, hipócritas, miserables, débiles y cobardes pero muy realistas y profundamente creíbles. Esta complejidad requiere de profundas descripciones de pensamientos y acciones que en algunos momentos hacen que la trama avance con lentitud, y sin embargo es vigorosa y potente.
En esta novela el escritor recurre a la negritud de las pasiones para mostrar de qué modo nuestras aspiraciones y acciones pueden tener un poder destructor, dando forma al descenso a un infierno psicológico al que se aventuran los propios protagonistas como resultado de conducirse siguiendo únicamente sus instintos. Ello lo sitúa en ambientes lúgubres, míseros, húmedos…generando una mayor sensación de asfixia.
Como lectora se asiste a este proceso con angustia e indignación. Hacia el final, uno de los personajes, al descubrir el secreto que como lectores sí conocíamos, actúa también como testimonio pasivo y asiste con incredulidad a la transformación irremediable de los sentimientos de los personajes, cuya convivencia se convierte en un horror permanente del que no parece haber posibilidad de escapar. Las pesadillas y las alucinaciones se alimentan de unos remordimientos, unos miedos y una culpa (no del todo genuinos) que envenenan día a día una relación en la que quedan absurdamente atrapados sufriendo un tormento en cierto modo acorde con las acciones perpetradas. El culmen de la novela me pareció magistral.