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Crítica de Guille63


Guille63
17 March 2023
“Escribir es… reírse de las moscas de origen belga, es expulsar a la Tierra del Sistema Solar, es extraer algo de la nada, es hablar sin que nadie te interrumpa…”. Doctor Johnson.

No sé si Vila-Matas, ese señor que en más de una ocasión me ha firmado un ejemplar en la feria del libro de Madrid escudado siempre tras una mirada intimidatoria que me ha dejado sin poder articular palabra, ni siquiera una de disculpa que es lo que me pide el cuerpo por ser lo que parece que me exige su mirada, digo que no sé si le parecerá una indigna impertinencia darle un consejo para una futura posible crisis escritora como la que aquí nos cuenta: una novela sobre autores religiosos.

Por supuesto, Cortázar, que tanto protagonismo tiene en esta novela, sería uno de ellos, uno de los principales, pero Vila-Matas no le iría a la zaga y sería un magnífico adalid de esta conjura literaria, a él que tanto le gustan estas conjuras, además de su primer hagiógrafo.

Digo religioso, primero, por su obstinada búsqueda del Santo Grial, “el gran lenguaje olvidado, el perdido sendero”, que dice Vila-Matas que decía Thomas Wolfe, con el que crear un mundo autónomo en el que "la literatura quedaría establecida como un fin en sí mismo, es decir, sin Dios, sin justificación externa, sin ideología que la sustentara", que dice Vila-Matas que decía Mallarmé, un espacio sin espacio en el que fuera posible escribir "un libro sin atadura externa, que se mantuviese por sí mismo por la fuerza interna de su estilo, como la tierra sin ser sostenida se mantiene en el aire, un libro que casi no tuviera tema o al menos en el que el tema fuera casi invisible", como digo yo que decía Flaubert.

Pero también religioso porque, como todo buen devoto de algún Dios, toda su vida pasa por el tamiz del suyo, la literatura, y por la de sus santos, los escritores. Cada momento, cada pensamiento, cada sentimiento le dirige a una cita, a una anécdota literaria, a una vivencia de algún escritor, cuando no le sirve directamente como motivo de una lucubración literaria propia. Vila-Matas sueña con un mundo literario sin límites, en el que poder disfrutar de la autonomía absoluta de los «escritores franceses» que se permiten todo tipo de contradicciones. Un mundo fluido, como el que supone podría haber sido el de los Neandertales, en el que “del mismo modo que un árbol puede hablar, un hombre, siempre y cuando se den las circunstancias, puede transformarse en un animal y viceversa”. Un mundo permeable en el que las barreras mentales se difuminaran y poder vivir, sentir, imaginar la vida como lo hizo un Kafka, un Melville, un Walser, un Tristram Shandy, un Cortázar. Un mundo en el que poder vivir livianamente, como en un juego, y “cuyo sentido es ante todo el de responder a la pasión”, que dice Vila-Matas que decía George Bataille. Un mundo en el que ni siquiera sea necesario el lector y el mismo escritor se borrase de su propia escritura. Un mundo, en fin, en el que ya no sea inevitable escribir precisamente sobre aquello que impide escribir.

Porque Vila-Matas habla de literatura como si hablara de la vida. Para él, o para ese personaje que con alguna variación transita por todos sus libros y que bien pudiera (o no) ser él mismo, la literatura es la vida y la vida solo puede ser tal si es literaria.

La novela empieza con un primer capítulo dedicado a París (un primer capítulo de un futuro libro que queda definitivamente descartado) en el que elucubra sobre todos estos temas tan presentes en sus anteriores novelas y que disfruté muchísimo (qué pena de ese libro descartado) justo por eso, pero que también debió ser justo por eso que ese capítulo le provocó al personaje, que no olviden que puede ser (o no) el propio Vila-Matas, una crisis tal que no pudo escribir ni una sola línea durante tres años.

“… no había día en que no acabara constatando que somos demasiado parecidos a nosotros mismos, y el riesgo estriba precisamente en que acabemos pareciéndonos a nosotros mismos.”

Sin duda por ello, el resto del libro, dedicado a otras ciudades, Bogotá, Cascáis, Barcelona y, por supuesto Montevideo (con la genial excusa de la habitación protagonista del genial cuento de Cortázar, La puerta condenada, una historia que, de forma similar y casi simultánea, también escribiera Bioy Casares, algo muy propio del mundo anhelado por el autor), es distinto. No es que el viraje de registro le sea extraño al escritor, pero quizás sea un registro menos de mi gusto, o puede que entendiera menos su intención (aunque comparta con él el no entender como un atractivo más de una novela, y que de haber entendido siempre todo cuanto me decía, “a estas alturas tendríamos una amistad con un grado de intensidad más bajo”), o que me dificultó más que otras veces llegar a ser ese lector que, como su amiga Madeleine Moore requiere de los suyos, tenga una interpretación personalísima de la novela. Aunque, dado el unánime aplauso de la crítica, quizás no esté yo tan alejado de ese lector deseado por Moore tan aficionado a huir de la unanimidad.

Aun así, me he divertido mucho con sus anécdotas, el libro tiene posiblemente más humor de lo habitual, con su no-trama en la que nos habla del libro que no escribe y que justamente es el que acabamos leyendo. Me ha ilustrado y sugerido con sus lucubraciones, con sus citas, con sus críticas literarias…por todo ello, seguiré esperando una próxima novela (o, por su singularidad, debería decir novila) con las mismas ganas de siempre, la novela que “pueda cambiarme un poco, si no la vida, al menos la mañana”, la novela que puede que también lleve a la firma del autor y tener la suerte, esta vez, de que su mirada, si no complacida de volver a verme, me exprese algo así como “Está bien, por simpatía me resigno”, que dice Vila-Matas que decía Onetti.
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