Las farolas, encendidas desde la mañana, marcaban las calles con capullos luminosos y los escasos vehículos roda-ban al paso. De los agentes de la circulación no se distin-guían más que los guantes y el casco blanco por encima de la mancha lívida del rostro. «¡Un tiempo perfecto para los asesinos!», como había dicho Mr. Smith a la señora Hobson al salir de casa.
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