Te di ojos y miraste las tinieblas

Cruda como la misma naturaleza, el relato nos traga -y a ratos nos escupe- en una historia llena de dualidades: el bien y el mal, la luz y la oscuridad, el día y la noche, la vida y la muerte; que nos hacen repensar muchas cosas que creemos intocables, como las tinieblas como un lugar oscuro para algunos, pero mágico para otros o el traspaso como "un estallido luminoso, un espasmo de gloria, un gozo definitivo, un éxtasis al sonido de los laúdes y las trompetas de un ejército de ángeles".

Todo esto lo hacemos en el lecho de muerte de Bernadeta, siempre acompañadas de las ancestros de esta, todas ellas maldecidas por el demonio. Mujeres atrapadas entre las paredes gruesas de cortijo Clavel, una casa enclavada en medio de la montaña, que ni la guerra ni los temporales hacen temblar, y que se guardan del mal, la soledad y el deseo entre ollas y cazuelas, rituales y canciones populares. Porque en aquel cortijo pasan cosas horribles, sucias y oscuras, y que Solà escribe, como nos tiene acostumbrados, con la belleza de los poemas.

Como una silla antigua, 'Te di los ojos…' está carcomido con el peso de todas las leyendas y cuentos que Solà, como explica a la nota final, ha aprendido de diferentes libros del folclore catalán. Los personajes o incluso las recetas beben de textos de todas las épocas, por eso podemos decir del cierto que este es un libro que sale del imaginario, pero también de la documentación.

A guisa de resumen, si a 'Canto yo y la montaña baila' el lector bailaba a la cuerda floja entre el sueño y la realidad, aquí nos columpiamos entre los vivos y los muertos. Personalmente, a pesar que al principio me costó construir el árbol genealógico de la casa, en pocos capítulos ya me zambullí de pleno en el relato, cosa que a la otra novela me costó mucho más, y que todavía tengo pendiente de descubrir en 'Los diques'.