Una casa llena de gente

Hay libros que son un regalo. Este lo regalé con tanta convicción que después decidí autorregalármelo.



Una novela con toques de realismo mágico, poblada de ruidos y silencios, en la que la literatura y la escritura son los ejes centrales: una forma de vida y una manera de ser, como la biblioteca que es el núcleo central en el hogar de los protagonistas.

Las relaciones personales se esbozan con vínculos y tensiones (sobre todo las que no se escogen —familia y vecinos) y evolucionan con el tiempo como en esta “Casa llena de gente”, un puzzle de microcosmos en contacto, en el que cada relación es indescifrable, un entramado teatral con recovecos donde conviven malentendidos y coincidencias.

Los humanos somos contradictorios y complejos. Los hijos nunca acaban de conocer a sus padres. Las parejas tienen lados opacos. Los vecinos son desconocidos a pesar de la proximidad. Siempre tenemos caras ocultas, espacios privados fuera de los espacios que compartimos.



Leila, para ayudar a su hija Charo a transitar su duelo cuando ella ya no esté, deja una serie de huellas y puentes con instrucciones: sus diarios personales, fotografías y vídeos con anotaciones íntimas, recuerdos, reflexiones cotidianas, descubrimientos y misterios, confesiones de lo que compartieron y de lo que ocultó, muchas preguntas y algunas respuestas.



Charo se embarca en un viaje para descubrir cómo era su madre, para retratarla con las visiones poliédricas de las personas que la conocieron, para reconstruir con nuevos ojos y con diferentes miradas el conjunto de caras de Leila.



Muchas voces se escuchan en esta casa. Y yo me he sentido como una vecina más, espiando lo ajeno a través de las cortinas y escuchando con la oreja pegada a las finas paredes.