Buenos días, tristeza

Suenan las primeras notas de “La belle vie”. Una escalera excavada en la roca nos lleva hasta una playa solitaria. La luz del sol en la cima de un cielo celeste augura un verano despreocupado. Sencillo. La voz de Sacha Distel lo corrobora. “Sin problemas. Estar solo. Ser libre”.
La lectura de “Buenos días, tristeza”, de Françoise Sagan, me ha llevado a esta melodía. La novela de Sagan nos traslada a una preciosa casa a orillas del Mediterráneo. Nos invita a bañarnos en sus cálidas aguas y a disfrutar de una vida sin complicaciones. A vivir en la piel de una joven de diecisiete años, Cécile, que disfruta de una juventud ociosa y, por qué no, pretenciosa. Su padre, viudo y seductor, y su amante de turno, serán su compañía hasta la llegada de Anne, una antigua amiga de su madre que tratará de otorgar orden a unas vidas anárquicas y veleidosas. No falta tampoco el joven atractivo a lomos de una barca para cerrar este círculo de personajes acomodados entregados al deleite.
Anne traerá consigo unos cambios que Cécile no está dispuesta a admitir: la estrecha relación que mantiene con su padre, más cercana a la amistad que a la propia paternidad, se tambalea. Asistimos de la mano de la protagonista a uno de esos juegos en los que los caprichos y el egoísmo se imponen, y pueden hacer que lo que comienza siendo un pasatiempo frívolo termine dándonos una bofetada de realidad.
“Buenos días, tristeza” es una novela fresca y breve, perfecta para leer en una de estas tardes de verano. Mención aparte merece el hecho de que Sagan la escribiese con tan solo diecinueve años. Quizá por ello pudo plasmar de manera muy real los sentimientos de esta joven, y cómo ese deseo de posesión paterna y de inmutabilidad se antepone a la razón sin remedio aparente.
Suenan las últimas notas de “La belle vie”. Abandonamos la playa. Escuchamos de nuevo la voz de Distel: “Nos abrazamos, estamos tristes. Despierta”. Bonjour Tristesse.