Francisco del Puerto fue un grumete que llegó con la expedición de Juan Díaz de Solís a lo que el conquistador llamó el Mar Dulce y hoy para nosotros es el Río de la Plata. La aventura tuvo un final trágico para don Juan y su tripulación. Fue asesinado, asado y comido por los charrúas. Francisco tuvo mejor suerte, fue retenido durante diez años hasta que una nueva expedición de españoles lo devolvió a Europa. Eso es lo que cuentan los libros de historia, y añaden muchos signos de interrogación y dudas. Juan José Saer hace del grumete un entenado, un hijo adoptivo de los indios colastiné, un testigo de sus fiestas antropófagas y bacanales, pero también de una forma de vida y una cultuta que pronto desaparecerán. Imitando a los antiguos cronistas de indias el protagonista cuenta su historia ya adulto y de regreso a su patria natal, de la que le cuesta sentirse plenamente parte. Porque ahora que vio al otro surge la duda ¿quiénes son los civilizados y quiénes los bárbaros? Junto a eso, la importancia de la palabra, para nombrar, para comunicar, para recordar. La palabra que el autor santafesino utiliza con maestría. Tengo que seguir leyendo a Saer. |