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Crítica de Guille63


Guille63
08 September 2023
“Lo importante era la vida, no la literatura.”

Tenía una conocida que sufría de la jodida manía de argumentar sobre muchas cosas empezando con un "nosotros, los lectores...", incluyéndonos a ambos en esa clase especial y, naturalmente, varios grados superior, no sé bien en qué sentido, a la que conforma la clase de los no lectores. Era claramente una esnob de la lectura.

Yo también lo soy, aunque de otro tipo, de ese que se siente molesto cuando cierta gente da por sentado que somos del mismo tipo de lector, aunque, como le ocurriera a mi conocida, tenga unos gustos, no los llamaré literarios, más que cuestionables. Por el contrario, de su esnobismo estoy vacunado. No creo que la Literatura confiera ningún estatus especial a nadie, y mucho menos que mejore a las personas, más allá de los beneficios individuales que procura cualquier placer. No son los lectores ni los escritores, estos son con mucha frecuencia justo lo contrario, mejores personas que el resto de los mortales.

“… para qué sirven los libros, son sólo sombras"

A alguno les parecerá raro todo esto que digo, y más por decirlo en un sitio como este y más por lo mucho que en él participo, y, en fin, pensarán que a cuento de qué esta diatriba contra la Literatura y sus cómplices. La razón es que mucho de esto que aquí digo tiene que ver con la novela de Bolaño, más allá del evidente tema de la culpa y el horror de una dictadura.

“… y después vino el golpe de Estado, el levantamiento, el pronunciamiento militar, y bombardearon La Moneda y cuando terminó el bombardeo el presidente se suicidó y acabó todo. Entonces yo me quedé quieto, con un dedo en la página que estaba leyendo, y pensé: qué paz. Me levanté y me asomé a la ventana: qué silencio.”

Bolaño nos trae aquí la confesión en sus últimos momentos de un poeta mediocre, crítico literario y lector de buen juicio y sensibilidad, el sacerdote chileno Sebastián Urrutia Lacroix, representante de la intelectualidad chilena que colaboró con la dictadura o, al menos, guardó un silencio cómplice, algo que le persigue en sus momentos finales en forma de un joven envejecido.

“En aquellos años de acero y silencio, al contrario, muchos alabaron mi obstinación en seguir publicando reseñas y críticas. ¡Muchos alabaron mi poesía! … todos éramos razonables … todos éramos chilenos, todos éramos gente corriente, discreta, lógica, moderada, prudente, sensata, todos sabíamos que había que hacer algo, que había cosas que eran necesarias, una época de sacrificios y otra de sana reflexión.”

Bolaño delibera en torno al oficio de escritor, su para qué más allá de la necesidad personal de escribir y de sobrevivir si no se sabe/puede hacer otra cosa; sobre la profesión, muchas veces encerrada en una burbuja egocéntrica en la que “el populacho” y sus circunstancias son indiferentes cuando no directamente despreciados; sobre el mismo hecho de leer como una actividad que se agota en sí misma. Todo enmarcado y resaltado por el horror de la dictadura chilena.

“Después vinieron las elecciones y ganó Allende… Que sea lo que Dios quiera, me dije. Yo voy a releer a los griegos. Empecé con Homero, como manda la tradición, y seguí con Tales de Mileto y Jenófanes de Colofón… y mataron al ex ministro de la Democracia Cristiana Pérez Zujovic y Lafourcade publicó Palomita blanca y yo le hice una buena crítica, casi una glosa triunfal, aunque en el fondo sabía que era una novelita que no valía nada, y se organizó la primera marcha de las cacerolas en contra de Allende y yo leí a Esquilo y a Sófocles y a Eurípides…”

Hay varios momentos especialmente terribles en la novela. Uno es la visita que Salvador Reyes, escritor y agregado cultural en la embajada chilena en París, y Ernst Jünger, miembro del ejército nazi, —dos intelectuales, uno testigo pasivo de la ocupación y el otro soldado perteneciente a las fuerzas de ocupación— hacen a un pintor guatemalteco que literalmente se está muriendo de debilidad en su pobre habitación parisina mientras sus visitantes hablan amigablemente de arte y literatura.

“Jünger dijo que no creía que el guatemalteco llegara vivo hasta el invierno siguiente, algo que sonaba raro proviniendo de sus labios, pues a nadie se le escapaba entonces que muchos miles de personas no iban a llegar vivas al invierno siguiente, la mayoría de ellas mucho más sanas que el guatemalteco, la mayoría más alegres, la mayoría con una disposición para la vida notablemente superior a la del guatemalteco, pero Jünger igual lo dijo, tal vez sin pensar, o manteniendo cada cosa en su estricto lugar.”

Otro es el viaje que el padre Urrutia, seleccionado por sus superiores Odeim y Oido (léanlos al revés), hace por Europa con el fin de estudiar posibles soluciones al deterioro que las palomas provocan en los edificios religiosos.

Y, por último, el más impactante, aquel con el que se cierra la novela y que también me cuidaré mucho de contar aquí, se produce en la casa de María Canales, una escritora anodina, casada con el empresario estadounidense Jimmy Thomson y organizadora de veladas literarias sorprendentemente permitidas por el régimen a pesar del toque de queda.

“Vinieron épocas duras y épocas confusas, pero sobre todo vinieron épocas terribles, en las que se aunaba lo duro y lo confuso con lo cruel. Los escritores siguieron llamando a sus musas. Murió el Emperador. Vino una guerra y murió el Imperio. Los músicos siguieron componiendo y la gente acudiendo a los conciertos.”

Una pequeña gran novela.
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