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Crítica de Guille63


Guille63
14 March 2023
“…cuando una vez por cada mil podía seguir al escritor hasta el final de su frase, lo que veía era siempre de una gracia, de una verdad, de un encanto análogos a los que en otros tiempos había encontrado en la lectura de Bergotte, pero más deliciosos.”

Por lo que a mí respecta, y en relación a Proust, pueden cambiar a Bergotte por casi cualquier escritor que yo haya leído y la frase anterior seguirá siendo igual de cierta. Sin embargo, esta parte de Guermantes presenta para mí un gran inconveniente. Muy centrada en los salones parisinos, Proust quiso que sintiéramos en carne propia el sopor que en él provocaban tales saraos, y, aunque mantuvo inalterada mi fascinación por su prosa, su sarcasmo apenas fue suficiente para compensar tanta vacuidad, tanta pretenciosidad, tanta mezquindad y aristocrática nada materializada en las incontables páginas donde, sin escatimar comentario alguno, por más insustancial que este sea, Proust nos presenta esas interminables veladas.

Lo mejor, los maravillosos retratos que Proust nos regala y con los que, siguiendo su propio consejo, disecciona cualquier fenómeno social. Dos figuras, además de la suya propia, destacan en esta ocasión por encima de cualquiera otra, su criada Françoise y, naturalmente, Oriane, la duquesa de Guermantes. La primera es censurada, aunque discretamente admirada. La segunda es elevada a las más altas cimas de la excelencia solo para gozar más hondamente de su caída en el abismo de su desprecio.

“Semejantes a esas plantas a que un animal a quien están enteramente unidas nutre con los alimentos que atrapa, come, digiere para ellas y les ofrece en su último y completamente asimilable residuo Françoise vivía con nosotros en simbiosis; éramos nosotros los que, con nuestras virtudes, con nuestra hacienda, con nuestro pie de vida, con nuestra situación, teníamos que encargarnos de elaborar las pequeñas satisfacciones de amor propio de que estaba formada.”

En efecto, Françoise representa la existencia vicaria de los criados respecto de la vida de sus amos. Ellos son los primeros en alegrarse de sus éxitos sociales y de lamentar las injusticias que contra ellos se puedan cometer si no son honrados como les corresponde. Alabando tanto la virtud como la riqueza terminan por pensar que son lo mismo y sienten tanto orgullo por la posición que ocupan en la casa en la que prestan sus servicios y por el deber que con ella tienen como el más ultramontano de los aristócratas respecto de su propia alcurnia. Franca y descortés, buena y compasiva, dura y orgullosa, aguda y limitada, Françoise fue la primera en enseñar a Marcel que los demás son “una sombra en que jamás podremos penetrar…una sombra en la que podemos alternativamente imaginarnos con asaz verosimilitud que brillan el odio como el amor.” Intrigante declaración.

“Oriane de Guermantes, que es fina como un coral, maliciosa como un mono, que tiene dotes para todo, que hace acuarelas dignas de un gran pintor y versos como pocos grandes poetas los hacen, y ya saben ustedes que, por lo que se refiere a la familia, es de lo más encopetado que hay, su abuela era la señorita de Montpensier, y ella es la décimoctava Oriana de Guermantes sin un solo entronque desigual, es de la sangre más pura, antigua de Francia.”

Oriane, la marquesa de Guermantes, es la cumbre de la sociedad aristocrática de la época y la imagen que mejor la representa. Tras ser su gran amor secreto, su mayor anhelo, Marcel descubre, nuevamente decepcionado por la vida, que ella y su entorno “se asemejaban más a sus semejantes que a su propio nombre”. Oriane, enterada de todo, sentaba cátedra sin saber de nada. Todos intentaban imitarla, ser admitidos en sus reuniones o gozar de su presencia en las propias, y, por encima de todo, evitar un mal comentario suyo que los avocara a la marginación social o profesional. Aunque presume de liberal, es desconsiderada y cruel con sus inferiores, muy capaz de vender a sus mejores amigos o familiares por un chascarrillo ingenioso y de ser el altavoz del cotilleo más mezquino y cruel si con ello arrancaba alguna sonrisa a sus invitados. Egoísta y ególatra, es, a su pesar, mucho menos ingeniosa de lo que cree, más esclava de su posición social de lo que estaría dispuesta a admitir y, como no, profundamente antidreyfuista.

“Toda esta cuestión de Dreyfus no tiene más que un inconveniente, y es que destruye la sociedad… gentes conocidas, con las que me encuentro hasta en casa de mis primos porque forman parte de la Liga de la Patria Francesa, antijudía y no sé qué más, como si una opinión política diese derecho a una calificación social.”

Pero por encima de todos los demás, Marcel sigue siendo el gran personaje de la novela, ese ser tan atrayente como repulsivo que nos cautiva y nos confunde. Su inteligencia, su sensibilidad, su elegancia en el trato, su refinamiento, su inusitada necesidad de reconocimiento y aprobación social, su personalidad introspectiva, choca y de qué manera con esa persona ávida de sensaciones capaz de ser arrastrado por el roce casual de un vestido a rodear con sus brazos “a una transeúnte aterrada”.

“Un plano inclinado acerca el deseo al goce lo suficientemente aprisa para que la simple belleza aparezca ya como un consentimiento.”

Una persona capaz de batirse en duelo y solo citarlo como de pasada, de una llamativa promiscuidad sexual que apenas esboza. Un esnob que ridiculiza a los esnobs y al que se le presupone un mérito artístico y un ingenio verbal para el halago y la maledicencia social del que solo tenemos indicios como actor del drama que relata, aunque, eso sí, como autor lo haga con un ingenio y una maledicencia desbordante. Un ser contradictorio y complejo que disfruta más del deseo de un placer futuro que del gozo de un placer presente, que siente siempre la resistencia de lo que persigue mientras lamenta la entrega lo que ya desdeña, para quien un deseo frustrado puede transmutarse en amor con la misma facilidad que una pretensión largamente ansiada se le disuelve, una vez conseguida, en amarga decepción.

“No fue a ella a quien amé, pero podría haberlo sido y una de las razones por las que el gran amor que pronto iba a sentir resultó el más cruel fue la de decirme –al recordar aquella velada– que, si se hubieran modificado circunstancias muy sencillas, podría haber recaído en otra, en la Sra. de Stermaria; así, pues, aplicado a la que me lo inspiró poco después, no era –como habría deseado, sin embargo, y habría necesitado tanto, creer– absolutamente necesario y predestinado.”


P.D. Proust gusta de describir edificios, paisajes, estancias, cuadros, rostros y figuras, pero soy incapaz de resistirme a terminar estos comentarios con esta maravillosa oda a una olla de leche puesta al fuego:

“Quien ha quedado totalmente sordo no puede siquiera calentar junto a sí una olla de leche sin dejar de acechar con los ojos, sobre la tapadera abierta, el reflejo blanco, hiperbóreo, semejante a una tempestad de nieve y que es la señal premonitoria a la que es prudente obedecer cortando -como el señor detenía las olas- la corriente eléctrica, pues ya el huevo ascendiente y espasmódico de la leche que hierve crece en unas elevaciones oblicuas, se infla, redondea algunas velas zozobrantes que habían plegado la nata, lanza a la tormenta una de nácar y la interrupción de la corriente -si se conjura a tiempo la tormenta eléctrica- hará arremolinarse todas y las arrojará a la deriva, convertidas en pétalos de magnolia.”
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