Desde Tales, tal vez antes, se pensaba que "Todo está lleno de vida": hilozoísmo, como si al aplicar una lente poderosa a una gota de agua pudiese verla bullente de minúsculos y agitados seres, o al deshacer la mica notar cómo sus brillos reflejan microscópicas esferas, "electrónicas", orbitando sin cesar. Es esta exacerbada atención a los detalles, a los matices que cobran ante nuestros ojos una nueva, vívida luz; este reconocer que una calle, un empedrado o un jardín pueden huir, o refugiarse, o sentir, o suplicar, lo que más me atrae, lo que más me arrebata de la escritura de Proust. Digo lo que más, y es mucho. Más allá de esa perezosa trama y de esos personajes con sus nimios aconteceres, con sus reacciones y relaciones tantas veces exasperantes que despiertan sin embargo una extrañísima fascinación, como un entomólogo con ventana preferente al hormiguero, siempre queda el asombro y el perverso gozo de deambular por sus serpenteantes y sobredimensionados períodos gramaticales. Mi francés ya no es el que era, y mi anterior relectura era mucho más cercana en el tiempo a aquella primera vez, en mis dieciséis años, en que comencé À la recherche, pero el encanto no palidece; se mantiene, latiendo quizás como la luz de la tarde en la piedra de los muros que sostienen nuestra existencia, o en el dorso de la nube que nos invita a volar, là-bas. (Esta breve nota viene al deseo de dejar patente mi entera satisfacción -y mi volver a Proust traducido, en la nueva para mí y magistral tradución de Mauro Armiño- con esta preciosa y muy preciada edición, impresa con mucho mimo en mi querida ciudad natal, en el centenario del fallecimiento del Genio francés.) |