Sanguínea

Sanguínea es una de esas lecturas que pudo haber sido cautivadora y desgarradora. Tenía prácticamente todos los ingredientes que busco en un libro: una trama que, como un nudo, fuera enrollándose a través del dolor, la pérdida, un lenguaje poético, las heridas, decenas de frases que como himnos balbucearan en los labios de mi cuaderno. Pero no ha sido así o al menos no como podría haber sido.

Un exceso de corporalidad volvía a ratos lenta y desagradable la narración, corporalidad que quizá somatizada de otro modo podría haber sido un interesante acercamiento a la perspectiva de la carne. En esta obra todo tiene que ver con la sangre: el cuerpo, el amor, el sexo, el tiempo, la familia. Y no es este hecho el que me ha provocado dificultades en su lectura, sino quizá la obsesión por volver repetitivos y comunes esos lugares que podrían haber sido extraordinarios.

La protagonista es una mujer rozando los cuarenta años que recorre tres caminos amorosos que le conducen hasta un mismo punto: las lágrimas, el desprendimiento y, finalmente, la maternidad. Estas tres relaciones no hacen sino confirmar una dura verdad: la huida solo la acerca más a sí misma.

Pese a que toda la obra es como una exploración íntima de sus crisis, hacia el final del libro, precisamente cuando el formato cambia al de un diario, la palabra va abandonando paulatinamente el erotismo descarnado y se vuelve más rígida, pero también más certera. El amor genuino por los cuerpos se convierte en el amor genuino por las cosas.

Internamente aún lidio con un sentimiento extraño, el no saber si he sido lo suficientemente hábil para admirar la pureza de su sangre. Releyendo sus fragmentos pienso en su intensidad, en su profundidad y en la irritable incógnita de si me estaré perdiendo algo más.

Si la leéis o la habéis leído ya, contadme si os ha pasado lo mismo que a mí, si os habéis enamorado de una portada preciosa y si, una vez pasado el encantamiento del fuego, quedan brasas que avivar.

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