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Crítica de Guille63


Guille63
19 March 2024
Es curiosa la cadena de novelas que a veces se produce. Si en un comentario a mi anterior lectura (Madame Bovary) resaltaba la importancia casi absoluta de la forma narrativa en mi apreciación de las obras, me topo con esta donde esa forma, la música que del texto brota se manifiesta con tal fuerza y belleza que consigue que saboree cada uno de sus desasosiegos sin importarme lo más mínimo compartirlos o no e, incluso, como me ha ocurrido en varias ocasiones, si no comprendo un carajo.

Pero hay más. Como en la novela del insigne francés, también aquí nos las tenemos que ver con un atormentado romántico insatisfecho, aunque de índole bien distinta que la protagonista de aquella otra lectura: si allí la romántica inocente e inconsciente era capaz de perseguir sus quiméricos sueños hasta el infinito y más allá, aquí estamos ante un romántico reflexivo, de esos que quieren “la luna como si hubiera manera de obtenerla”, pero que, sabedor de la imposibilidad de su empeño, se refugia en la inactividad, en la contemplación, en el dejarse ir, en el no vivir, recurriendo a la escritura, por lo demás inútil, para disminuir “la fiebre de sentir”, “como fuga y refugio”.

“Y así soy, fútil y sensible, capaz de impulsos violentos y absorbentes, malos y buenos, nobles y viles, pero nunca de un sentimiento que subsista, nunca de una emoción que prolongue y entre hasta la sustancia del alma. Todo en mí es tendencia para ser a continuación otra cosa; una impaciencia del alma consigo misma, como un niño inoportuno; un desasosiego siempre creciente y siempre igual. Todo me interesa y nada me cautiva.”

Pessoa nos seduce porque es capaz de expresar como nadie esa tristeza de la vida, la tan mencionada saudade, que todos hemos sentido alguna vez y que él parece haber padecido cada segundo de su vida. Ni amado ni amante más que de sueños, sin llegar siquiera a la categoría de malfollado, aun pareciéndolo, Pessoa es la gran zorra de la vida (la de la fábula y no la de Mérimée).

”Quiero ser tal como quise ser y no soy. Si viviera, me destruiría. Quiero ser una obra de arte, del alma por lo menos, ya que del cuerpo no puedo serlo. Por eso no me esculpí en calma y en extrañamiento y me coloqué en invernadero, lejos de los aires frescos y de las luces claras– donde mi artificiosidad, flor absurda, pueda florecer en lejana belleza.”

Desde el inicio, me he alegrado maliciosamente por su desconsuelo. Primero porque gracias a su desdichada alma he disfrutado como un loco de este maravilloso, triste y sombrío texto, pero, según leía, más y más me alegraba por lo irritante que a veces resulta el personaje y la persona. Pessoa crea en este libro un mundo terrible a los ojos de este raro ser llamado Bernardo Soares, cuya vida es un quedarse al margen de todo y de todos, incluso, si se pudiera, de sí mismo, un ser que por encima de todo ambiciona “una cosa mucho más horrorosa y profunda, el dejar de ni siquiera haber existido”.

“Feliz quien no exige de la vida más de lo que ella espontáneamente le ofrece, dejándose guiar por el instinto de los gatos, que buscan el sol cuando hay sol, y, cuando no lo hay, el calor donde quiera que el calor se encuentre. Feliz quien renuncia a su personalidad con la imaginación, y se deleita en la contemplación de las vidas ajenas, viviendo, no todas las impresiones, sino el espectáculo exterior de todas las impresiones ajenas. Feliz, en fin, el que renuncia a todo, y al que, por renunciar a todo, nada le puede ser ni arrebatado ni reducido (…) El campesino, el lector de relatos, el asceta puro—estos tres son los que viven una vida feliz, porque son estos tres los que renuncian a la personalidad— uno porque vive del instinto, que es impersonal, otro porque vive de la imaginación, que es olvido, el tercero porque no vive y, no habiendo muerto, duerme.”

Y aunque esta postura ante la vida parece terrible, el autor/personaje lo pasa bien, yo diría que incluso realmente bien, pasándolo mal. Se siente y se sienta orgulloso en su elevado trono desde el que desprecia toda vida, toda humanidad. Pero no es tonto y tiene el grave defecto de reflexionar, de pensar, quizás a lo único que le da algún valor, y es plenamente consciente de la trampa en la que ha caído.

“Necesito acorazarme contra la vida. Como todo estoicismo no pasa de un severo epicureísmo, deseo hacer en lo posible que mi desgracia me divierta. No sé hasta qué punto lo consigo. No sé hasta qué punto consigo alguna cosa. No sé hasta qué punto existe alguna cosa que pueda conseguirse... En el fondo, nada de esto es estoico. Es sólo en las palabras donde reside la nobleza de mi sufrimiento. Me quejo, como una criada enferma. Me atormento como un ama de casa. Mi vida es completamente fútil y absolutamente triste.”

Es un libro que se presta a un tipo de lectura a sorbitos, como si se tratara de una biblia poética, lleno de iluminaciones y contradicciones, humanidades y divinidades. Es este un libro infinito, de innumerables lecturas y relecturas, de los de cabecera perpetua, de los de leer de corrido una vez y al azar el resto de la vida, de los que no hay que subrayar pues tontería es subrayarlo todo.

En definitiva, El libro del desasosiego es el triste, tremendo y sincero reconocimiento de una derrota:

“Siempre quise agradar. Siempre me dolió que me mostraran indiferencia. Huérfano de la Fortuna, tengo, como todos los huérfanos, la necesidad de ser objeto del cariño de alguien. Pasé siempre hambre de la realización de esa necesidad. Tanto me adapté a esa hambre inevitable que, a veces, ni sé si siento la necesidad de comer... Juzgo a veces que me gusta sufrir. Pero, francamente, yo preferiría otra cosa.”
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