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Crítica de Inquilinas_Netherfield


Inquilinas_Netherfield
10 December 2020
Cuando conocemos por primera vez a Millicent Carmichael (antes Jameson) reconocemos a una mujer con las huellas de la vida: las arrugas, las carnes flácidas y caídas, el dolor de huesos, las varices que recorren sus piernas... Una apariencia que expone la existencia de una persona que nació hace ya algunos años.

Millicent, Missy, es una anciana de 79 años que, mientras se despide de la última navidad que ha pasado con su hijo y su nieto (apenas se ven porque ellos viven en Australia y ella en Londres), siente que sus días solo sirven para subsistir en su casa vieja y grande. La soledad se ha apoderado de ella, su marido hace algún tiempo que ya no le acompaña y el año anterior finiquitó la relación con su otra hija. Cada día emergen la soledad y la apatía como una niebla que, además de enfriar sus viejos huesos, entumece sus sentidos para relacionarse con todos y con todo aquello que no sean recuerdos compartidos con su marido (el catedrático Leo Carmichael), su casa y las añoranzas que esta le transmite sobre la crianza de sus hijos.

En su memoria comienzan a aparecer reminiscencias de su pasado y decisiones que tomó por y para los demás de las que parece un tanto arrepentida. También aparecen los y si esto, y si aquello, y si no...

Así pues, tenemos a una protagonista que se siente una vieja descartada, pero también orgullosa y picajosa a la que por nada del mundo le gusta molestar, pedir ayuda o apoyarse en los demás, aunque sean de la familia. Prefiere aguantarse con su soledad y su nostalgia, aislarse en su casa e imponerse una clausura en la que solamente tienen permitida la entrada los fantasmas y los recuerdos del pasado. Pero todo cambia cuando la oportunidad se cuela por la rendija más imprevista de la mano de Angela, su hijo pequeño Otis, Sylvie y, sobre todo, la perra Bob.

Los nuevos conocidos de nuestra picajosa Missy le toman la medida, franqueándola por todos lados y disolviendo todas sus excusas para que les dé una oportunidad, les deje entrar en su vida y los nutra de recuerdos y experiencias. A cambio de todo ello le insuflan energía, haciéndole renacer como una persona individual que quiere vivir y celebrar sus días (independientemente de los que le queden) para tomar su propio rumbo.

En La segunda vida de Missy, Beth Morrey dibuja y colorea un retrato sobre las costumbres, las relaciones sociales y el positivismo en relación con una vida plena, llena e independiente de la edad, las circunstancias y el lugar donde se viva.

Las vidas no compartidas y la soledad como enfermedad (no solo mental sino también física) son situaciones muy presentes en nuestros días que se deben combatir (si se puede) tanto si es en solitario como con ayuda. En esta novela la autora nos hace ver cómo las cosas más nimias, lo cotidiano, los amigos, las mascotas, los cafés acompañados... pueden curar y transformar al mismo tiempo toda una vida de dedicación hacia los demás. En su obra encontramos un cántico al optimismo y los milagros del día a día de los que no somos conscientes, y de ella extraemos una maravillosa moraleja: todas nuestras jornadas, con sus amaneceres y crepúsculos, merecen ser vividas, pues en cada una de ellas nos hallamos ante un nuevo renacer.
Enlace: http://inquilinasnetherfield..
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