El trabajo en sí no era más duro que el que habíamos llevado a cabo cuando tirábamos del carro ambulancia, pero ya no disponíamos de un establo todas las noches y, naturalmente, ya no podíamos confiar en la protección de Emilie. De pronto, la guerra había dejado de ser lejana. Volvíamos a encontrarnos en medio del terrible ruido y el hedor de la batalla, tirábamos por el lodazal de nuestro cañón, instados, a veces a latigazos, por hombres que demostraban muy poco cuidado o interés por nuestro bienestar mientras transportábamos el armamento a donde tenía que ir. No es que fueran hombres crueles, sino que simplemente parecían impulsados por una compulsión terrible que no dejaba lugar ni tiempo a las simpatías ni a la consideración entre ellos ni hacia nosotros.