La sombra de la tierra

Reconocida en su faceta de actriz por imprimir carácter a mujeres fuertes, estoicas y sufridoras, en su debut literario añade la maldad sin paliativos para completar el perfil de mujeres que también existen.

Elvira, nos narra un drama rural, que la autora define como “western”, en la población zamorana de Villaveza, mes a mes durante 1896, y con “escenas cortas”, casi “flashes”, hasta 1898.

La historia refleja la pugna de poder entre Garibalda y Atilana. Una lucha marcada por el odio y la venganza que convierte en víctimas a todos los que las rodean. Y en esa época, bien documentada y mejor definida de la Restauración en España, se da un fenómeno por encima de las conocidas corruptelas políticas y el tráfico de influencias: el caciquismo.

Y de caciquismo va esta historia dura, terrible y cruel: de abuso de poder, de clientelismo, de la posesión de la tierra como medio de control total, de subyugación, de miedo, convertida para todos en el único medio de subsistencia. No hay misericordia en las relaciones vecinales, ni siquiera en las afectivas con los propios hijos, otra posesión más a controlar por derecho, en la que el “amor maternal” es como el dogal para el perro o el yugo para las bestias.

La titularidad de la tierra por la “caciquesa” lleva a arrendar las parcelas con un coste para quien las trabaja obligado, además, a entregar la mitad de su cosecha. Así, el poder se acrecienta sobre una población cuya servidumbre, poco menos que feudal, estriba en verse sometidos a la pobreza y la miseria. Una extrema relación de vasallaje aderezada por la violencia sexual intrafamiliar y la permisividad; las vivencias de la infancia como condicionante de las relaciones presentes y el origen de sucesivas desgracias.

Muy buena historia y buena construcción de personajes que Elvira maneja con una cierta maestría. Con estos buenos ingredientes ¿Por qué no me ha terminado de encajar esta novela hasta parecerme más redonda? Pues, con seguridad, por lo mismo que ha permitido todos sus puntos a favor: la deformación profesional. Siendo actriz, lectora permanente de guiones, colaboradora en armarlos y documentarlos, Elvira Mínguez no puede abstraerse, en demasiadas ocasiones, de guionizar la acción o de teatralizarla: escrita en tercera persona, utiliza con frecuencia la primera persona del plural que, aunque podría parecer un “nosotros” que involucra al lector, se me antoja más bien una pauta de rodaje. La novela, en mi opinión, tiene otros códigos. La mezcla no me convence.

Escribe muy bien, Elvira; no es ninguna advenediza. Pero no puedo evitar pensar que esta novela está escrita con el objetivo último de ser llevada a la pantalla o a las tablas y que esto no queda en el simple ejercicio literario. Muy visual y cinematográfica, pecando quizá por exceso, nada queda a la imaginación del lector. Hay, además, dos potentes personajes femeninos construidos, en mi opinión, para ser representados por dos actrices en plena madurez interpretativa. Esos papeles de los que adolece siempre el panorama audiovisual.
Entiendo muy bien esta reivindicación de la autora y tengo el convencimiento de que dará mucho juego.

La hemos leído y la veremos, seguro. Aún con algunos detalles, merece mucho la pena leerla tratándose, además, de una ópera prima. Espero que Mínguez llegue para quedarse.

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