En sueños, a veces, me lanzaba desde los acantilados. Yo estaba en lo alto de las montañas, los precipicios escarpados y verticales. Volaba porque era muy ligera, no pesaba nada y llevaba dos almas. Las almas estarían hechas de aire. Una niña de dos almas, así de delgada, volaría como un globo con facilidad. Incluso subiría, en lugar de caer montaña abajo. Subiría y atisbaría los fiordos enteros y su intermitencia. Las ovejas, vistas desde allí, eran como aquellas semillas de diente de león, pequeñas flores de lana que se movían como buscando un lugar mejor para posarse. Y yo pensaba: los niños no se plantan. No germinan.