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Crítica de Ros


Ros
15 May 2023
“No se trata de hablar, no se trata de callar: se trata de abrir algo entre la palabra y el silencio.”
Roberto Juarroz, un gran poeta, dio a luz esta frase, puso sentido a algo distinto que se sitúa en medio. Esta perla escrita, hoy me sirve a mí, para encabezar una reseña, para resumir algo a lo que volveré más adelante.

Thomas Mann, el autor, parece decantarse por dotar a Gustav Aschenbach, su protagonista, por la superioridad, amamantado a los pechos de la introspección , el ser acariciado por la solvencia de la soledad, cuyo pensamiento emancipado e intelectualizado lo elevará por encima del otro.

La novela, esta Muerte en Venecia, parece albergar en su seno la cuestión vital a resolver del ser humano, me dejo caer o me aferro.
El abismo o el sentido profundo de continuas resurrecciones a través de la belleza, de la creación intelectual, como sujeción ante la siempre posible caída y ante el desmoronamiento.

El protagonista, Gustav parece despertar de un sueño, el de su vida de éxito y aclamación y se descubre como pesadilla de la que quiere y necesita huir , escapar, emigrar de todo y de todos, si es que esto fuera posible, y sobre todo, alejarse de él, de su trabajo, de sus esfuerzos, de su insufrible responsabilidad con su obra.

En él urge una ruptura plena, integral, absoluta, quizás viajar, hallar otras cosas de las que puedan darse en otras tierras, en otros confines, capaces estas, de deportarlo lo más lejos posible de todo aquello que ha venido siendo su vida.

El gusto y el carácter de Gustav Aschenbach por envolverse con los ropajes de la soledad lo configuran, en esta novela, como taciturno, confuso, inseguro y pesimista.
Un hombre que ocupa una cara de la moneda cuyo reverso se llena con seres sociables, abiertos, que quizás , sin demasiados motivos para ello, se sienten felices, seguros y confiados.

Una misma moneda con dos caras que se oponen, que representan la vieja unidad de los contrarios.

La novela se empieza a desplegar en un ambiente culto, hedonista, muy intelectualizado en el que un hombre, un escritor, se encuentra inmerso en plena crisis existencial.

Gustav Aschenbach, lo hemos dicho, hombre solitario que permanece constantemente debatiendo consigo mismo, arropado por la soledad y seguro en ella, está notando como cada célula viviente de su cuerpo comienza a tomar el camino que parece llevar al final, no al de etapa, no al de ciclo, sino a ese otro que se escribe con letras mayúsculas y perecederas que pesan como plomo y que al unirse forman el sustantivo decadencia y final.

Busca en su cabeza un destino, el lugar después de la escapada. Escudriña, duda y por fin se decide por Venecia.

El primer desencuentro se producirá en el vaporetto que lo lleva a uno de los hoteles del Lido, rodeado por música, alegremente chabacana , y un viejo enjuto y seco con la cara maquillada, con el objeto de parecer más joven, desdentado y exageradamente sonriente, se dirige a Gustav, el escritor siente un profundo rechazo, desprecia esa terrible caricatura.

Un posterior desencuentro se dará cuando el gondolero que lo ha de llevar al hotel, se muestra absolutamente rebelde a obedecer las órdenes que le da Gustav. Y otro más, en el hotel cuando percibe las incorrecciones y mala educación de algunos huéspedes.

Ya en el hotel, en el bellísimo hotel, ya en su habitación, al abrir la ventana, siente como le golpea el cuerpo el pavoroso bochorno del siroco.

Si sumamos estos acontecimientos antipáticos para un hombre como Gustav y el insoportable ambiente del siroco, podremos comprender que quiera abandonar Venecia, aún a pesar de que había mirado y había visto a un adolescente, a un joven, a un efebo de no más de catorce años, cuya belleza superior no necesitaba ser contada, ni ser explicada.

Gustav dejará el hotel, pero un hecho fortuito le obligará a volver de regreso, han extraviado sus maletas y debe quedarse.

Ahora es momento de retomar aquello que escribió Roberto Juarroz y que ha encabezado esta reseña, Gustav Eschenbach, verá, observará y se cruzará a diario con el joven Tadzio.

En ningún momento, en ninguna página, en ninguna línea de la muerte en Venecia aparecerán estos dos personajes dirigiéndose una sola palabra, qué falta hará esta cuando la belleza , la hermosura y la pureza, hace innecesarias y ruidosas las palabras.

A esta exuberancia, a esta plenitud, a este algo superior no le pedimos voz, le rogamos solamente que nos permita seguir contemplando lo que a todas luces, sabemos divino.

En la muerte en Venecia de Thomas Mann lo que queda en medio, lo que ocupa el centro entre la palabra y el silencio, es la mirada, el gesto, la seducción, es la explosión de los cinco sentidos, vista, oído, olfato, y los que quedan fuera, el gusto y el tacto, se intuyen y se desean.

Las miradas y los gestos del maduro Aschenbach y del joven Tadzio parecen perseguirse, y desde luego, en casi todas las ocasiones turban su mirada.
Otras veces la apartan para poder volver a Tadzio con más fuerza, con más determinación, a la manera que ya nos lo contó Sthendal cuando nos proponía que debíamos apartar la mirada de la obra de arte, para no desmayar y poder volver a ella con más fuerza.

Gustav Aschenbach siente una Venecia sucia decadente, llena de callejuelas imposibles y un olor penetrante y desagradable lo va inundando todo, es el hedor del desinfectante. En Venecia hay cólera , las autoridades lo niegan pero la evidencia se manifiesta en cada rincón de la ciudad.

Thomas Mann en Tadzio, parece haber rescatado una figura perteneciente a la estética griega clásica.

Tadzio no solo reúne las características físicas de una belleza armónica, es que además su gestualidad es de una armonía contundente, baste para ello, recordar el momento en el que el joven entra en el mar y parándose con agua hasta un poco más allá de los tobillos levanta el brazo para señalar algo inconcluso, algo que no sabemos muy bien qué significa pero que es de una belleza sublime. Quizá el anuncio de la despedida.

Los días se sucederán imponiéndose las miradas, los gestos y el entusiasmo de Gustav al poder contemplar a diario, aquello que pedimos que no nos ciegue para poder seguir contemplándolo eternamente, como imprescindible sustento para no desfallecer.

Todo va sucediendo con un orden organizado desde lo sublime que adorna, que cruza por la palabra y el silencio sin rozarlo siquiera.

En Venecia el cólera se hace fuerte, los viajeros van dejando los hoteles, y volviendo a sus lugares de origen. La familia de Tadzio también lo hará, pero para el joven y su familia hay un día más de playa , para Gustav también, sentado en una hamaca en la arena, se dispone a contemplar lo excelso , lo sublime, para lo que no existe un adjetivo terrenal que pueda nombrarlo.

Gustav con su cara maquillada, a la manera del hombre que despreció en un principio, con sus mejillas coloreadas en un rosa excesivo, sus labios tintados por el carmín, su cabello canoso ennegrecido, y sus pestañas y cejas oscurecidas también, ya que el imperativo es ser y sentirse joven, necesita sentirse apto para que sus miradas hacia Tadzio le ofendan un poco menos.

La muerte en Venecia es una novela casi de obligada lectura. Para la persona que escribe esta reseña, se trata de una de las obras imprescindibles, capaz de recoger en cada una de sus páginas, la verdad de la existencia.

Leyendo esta novela en algún momento, tendremos que apartar la vista de ella para recogernos y pensar.

Y por cierto, la película, que se hizo de esta obra, dirigida por Visconti recoge con enorme solvencia la esencia del libro, es también una bellísima obra de arte.
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