Al final siempre ganan los monstruos

"Mis padres nunca me han encarado el problema que tengo con la cocaína. Viven ajenos a él. No la entienden. No saben lo que es. No la ven por ningún sitio. Pero está en todas partes. Los padres nunca van a ver los monstruos en que se han convertido sus hijos".

Si tuviese que definir "Al final siempre ganan los monstruos" sería precisamente como literatura kinki. Con personajes de la periferia social, que no son marginales, pero lo rozan, que te caen mal, a los que es imposible no juzgar, que te frustran por las malas decisiones que toman, pero que también te dan un poco de pena (supongo que me es difícil desprenderme de esta cierta condescendencia y moralina de persona ajena a un entorno como el de Villa de la fuente).

Pero la magia de este libro está precisamente en eso, en acercarte sin juicios a una realidad rural que gira en torno a un grupo de amigos y lo que les une: el consumo de cocaína. Y a como ese consumo acaba determinando su vida. Porque la coca apaga las rayadas mentales, tapa los vacíos emocionales, y acaba convirtiéndose en una forma (incluso para algunos, en un medio) de vida. Y de ese hastío, de ese desasosiego, de esa rutina autodestructiva y a la vez liberadora, es difícil escapar. Eso es lo que nos cuenta este libro, en un relato cercano y coral que te acaba haciendo partícipe de todo lo que pasa en este pueblo. Y del que también cuesta salir.

La historia de este grupo de amigos te atrapa para no soltarte. Es dura, sin caer en el dramatismo, aunque cuesta no acongojarse ante los golpes continuos.

Ha sido una maravilla y ahora tengo mono, y sólo quiero una nueva dosis de Juarma.

Pd: Punki, voy a por tí