El último telesilla

Irving: mi placer lector en grado máximo, el fiel amigo a cuya llamada acudes lo más ansioso posible, el admirado y generoso. Otro Irving, y es coherente: aquí está la profunda y tiernísima simpatía y la denuncia feroz del odio, las historias al extremo (como encaramadas en ese jardín de rocas de donde parte el abismo que salva el telesilla) que alguno pude llamar grotescas y que a mí me hacen saltar las lágrimas de risa, y me arrasarán en llanto sordo tantas veces, ¡tanto gozo!

El juego de las camas como sillas musicales, la diferencia como rabiosa y amorosa normalidad, Grandes esperanzas y Moby Dick y ese discurso de graduación de Vonnegut exhortando al socialismo. Novela río en la que crecemos junto al único y exclusivo Adam y su amplia y muy funcional familia hasta la jubilosa vejez, sin nostalgia (Where have all bananas gone? Long time ago) porque todo y todxs sigue presente y pleno de vida, lleno de amor, de tantas maneras como un arsenal.

No sé si es el último Irving, con tantos sutiles homenajes a su propio corpus; lo que sí sé es que no es su mejor novela (¡Garp!, ¡Owen!), pero bien está entre lo mejor, y esto es mucho decir.