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Crítica de Guille63


Guille63
12 February 2024
“El pasado, la tristeza y la literatura: solo me interesan esas tres ballenas ingrávidas”

El mismo autor definió su novela como una cápsula del tiempo, esos recipientes tan populares en las últimas décadas del siglo pasado que se llenaban de cosas diversas y que debían identificar el momento en el que se enterraba. Por ello, indudablemente, la novela llegará más a aquellos que vivieron en la Sofía búlgara de los años ochenta o a aquellos que, como yo, vivimos en nuestra primera adolescencia, también por aquellos años, el final de una dictadura, pero el pasado, la tristeza y la literatura es algo que nos importa a todos y de eso va este libro.

“En Bulgaria no hay Dios, abuela... En Bulgaria por no haber no hay ni pimentón ni aceite”

Eran años en los que las precauciones que se tomaban con los niños eran mucho menores que ahora. No era raro dejar a niños pequeños solos en casa o incluso al cuidado de otros más pequeños. Gospodínov era uno de ellos. Desde muy corta edad permanecía muchas horas solo en un sótano cuya única comunicación con el exterior eran unas pequeñas ventanas que solo dejaban ver los pies de la gente que pasaba. Será por eso que desde muy pequeño se identificó con el Minotauro, ese ser mitad hombre, mitad toro, abandonado de niño en un oscuro sótano y posteriormente encerrado en un laberinto. Y también de ahí puede provenir la tristeza que siente de mayor, un hombre que siempre se sintió como un niño abandonado.

Gospodinov cuenta que de crío padecía el síndrome empático-somático. Un síndrome que le hacía padecer los sufrimientos ajenos como si fueran propios, se embebía en sus cuerpos, era ellos. Esta habilidad o tara, como él la veía, es de la que se sirve para contarnos en primera persona vivencias de otros.

“A menudo ocurría contra mi voluntad. Era como si en ese punto en el que el otro sentía su dolor se abriera un pasillo que me absorbiera hacia dentro. En las historias, sobre todo en las de personas queridas, siempre había un punto ciego, un vacío instantáneo, una mancha débil, una tristeza inexplicable, un anhelo por algo perdido o no acontecido, que me arrastraba hacia el interior, hacia las oscuras galerías de lo inexpresado.”

Una de esas historias que abundan en la novela, muy importante en su vida, es la que vivió su abuelo, abandonado por su madre en un molino. Pongo aquí un bello extracto que les dará una idea de lo que se encontrarán si toman la feliz idea de leer la novela.

“Entonces brota el miedo, siente que lo llena por dentro como cuando llenan en la fuente el pequeño cántaro, el agua crece, empuja el aire hacia fuera y rebosa. El chorro del miedo es demasiado fuerte para su cuerpo de tres años y lo colma enseguida, amenaza con dejarlo sin aire. Ni siquiera puede llorar. El llanto necesita aire, el llanto es una larga y sonora exhalación del miedo… Brotan las lágrimas, ahora es su turno, su único consuelo. al menos puede llorar, el miedo las ha liberado, el cántaro del miedo rebosa. Las lágrimas fluyen por sus mejillas, por mis mejillas, se mezclan con el polvo de la harina en la cara: el agua, la sal y la harina amasan el primer pan de la pena. El pan que no se acaba nunca. El pan de la tristeza que nos alimentará durante los años venideros. Su sabor salado en los labios. Mi abuelo traga. Yo trago también. Tenemos tres años”

En torno a esos dos síndromes, el del Minotauro (convertido en “monstruo para justificar el pecado de su abandono, el pecado hacia todos los niños venideros que abandonaremos”) y el empático-somático, se irán hilando, como formando un laberinto en el que abundan los pasillos laterales, historias, vivencias, sueños, pensamientos… (“Los géneros puros no me interesan. No hay raza aria en la novela”), muchas veces sobre cosas nimias, de las que nadie escribe, las que no se recogen en la Historia con mayúscula (“Lo insignificante y lo pequeño, ahí es donde está agazapa la vida, ahí es donde anida”), que nos irán dando cuenta de una tristeza personal que también es colectiva, de una tristeza que no entiende de épocas, de una tristeza ancestral que convirtió a Bulgaria en el lugar más triste del mundo (The economist. 2010).

“A veces, mientras escribe, se siente él como una babosa que se arrastra en dirección desconocida (aunque, de hecho, sí, conoce la dirección, es allí donde todo acaba) y va dejando tras de sí un rastro de palabras. Probablemente nunca lo recorrerá de vuelta, pero de camino, sin siquiera pretenderlo, tal vez su rastro cure alguna úlcera. Nunca la suya propia”

Todo confluye en ese señor mayor que ahora recuerda y nos cuenta que, a pesar de la dureza de aquellos tiempos, siente una gran tristeza por la niñez perdida, por el sentimiento de inmortalidad que solo es posible en esos primeros años, y, al mismo tiempo, la tristeza por la pronta vejez que ya ha empezado a cerrar todos y cada uno de los posibles caminos laterales de su laberinto particular hasta terminar diciendo “Yo fuimos”.

“Se necesita cierto valor a la hora de envejecer. Puede que no sea valor, sino humildad”

Felicitaciones a la editorial Fulgencio Pimentel por la edición de esta novela, a sus traductores, Maria Vútova y Andrés Barba, y al autor por los premios recibidos por ella: Jan Michalski y Angelus Award, así como finalista del Strega, el von Rezzori y el Bruecke Berlin.
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