Una novela que desprende una gran humanidad relatada desde la ternura y la aparente ingenuidad de un narrador cautivado por los personajes. Es mi segundo encuentro con Natalia Ginzburg —tras haber leído “La ciudad y la casa” (1984)— y desde luego que no va a ser el último. Natalia se caracteriza por adentrarse en el alma de las relaciones humanas y por permitir al lector hacer suyos a los personajes. A lo largo de los capítulos de “Todos nuestros ayeres” (1952) me he sentido partícipe de la vida de Anna, la protagonista, y he sentido —y sobre todo sufrido— con los avatares a los que se enfrenta su familia: la tragedia de su hermano Ippolito, la entrega de la señora Maria y la generosidad de Cenzo Rena. El libro se estructura en dos partes diferenciadas: en la primera la autora nos presenta la situación de las familias a las que acompañaremos a lo largo de la historia a través de la figura central de Anna; en la segunda, la irrupción de la Segunda Guerra Mundial tambaleará el pequeño universo de los personajes. Anna es una muchacha apocada y reservada, un testigo silencioso de las decisiones de los demás. La segunda parte me ha parecido especialmente impactante y dura, aunque salpicada de toques desenfadados y de la delicada ironía de Ginzburg. Esta novela nos adentra en el eterno conflicto entre el bien y el mal y en la influencia del contexto a la hora de guiar nuestros actos como seres humanos que quieren ser libres pero que son presa de las circunstancias. El miedo siempre acecha y la guerra lo arrebata todo sin miramiento pero incluso en el escenario más hostil, la belleza moral de algunos actos reluce y aporta destellos de esperanza. En definitiva, se trata de un texto muy fluido con un estilo ligero y sencillo pero también tremendamente profundo, nostálgico y lúcido. Una escritura precisa, natural y transparente que desnuda la complejidad del alma humana. Una de mis mejores lecturas de este año. |