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Crítica de Guille63


Guille63
11 June 2023
Las primeras cien páginas me maravillaron, las últimas cien me las leí de un tirón, sin poder ni querer parar de leer. Estas doscientas páginas se merecen todas las estrellas del mundo. Pero hay otras cien páginas intermedias que, con la excepción del final de la primera parte, no brillan a la misma altura, lo cual quizás me ha parecido tan notorio por la excelencia de las otras dos partes que la escoltan. Aun así, fascinante novela.

Un relato lleno de imágenes maravillosas —un vestido rojo encaminándose al cementerio, una fiesta desdichada y siniestra…—, de frases preciosas — “Debajo de la almohada guardaba la risa de Nicolás”, “Elvira tomaba precauciones antes de irse a la cama: le daba miedo su cara dormida”—, de frases terribles —“Otra mañana pasaba inadvertida para los hombres que bebían café antes de ir a organizar más muertes” —, de grandes y tristes verdades — “La compasión abolió al tiempo remoto que eran sus padres, lo volvió cuidadoso con sus semejantes y le quitó la última posibilidad de eficacia” —, de gritos desgarradores —“¡Yo no quepo en este cuerpo!”, “¿Por qué había de matar siempre a lo que amaba?”—.

La maravilla empezó con el narrador, el espíritu del pueblo de Ixtepec, del lugar y de sus gentes, ambos al tiempo, de las gentes que en él vivieron, de las que ahora viven y de las que vivirán en un futuro eterno y de las que ya tenía memoria, “solo soy memoria y la memoria que de mí se tenga.”

“Hay días como hoy en los que recordarme me da pena. Quisiera no tener memoria o convertirme en el piadoso polvo para escapar a la condena de mirarme.”

No se tiene en gran estima este espíritu narrador, por muy preciosa y precisa que sea la lírica con la que nos cuenta lo que sucedió en Ixtepec allá por el tiempo de los cristeros.

“Llegaron las mujeres vendiendo chalupitas y aguas frescas; nosotros comemos antojitos, mientras los gobernantes patriotas nos fusilan.”

Un pueblo sometido, humillado, dormido, que únicamente se despierta algo somnoliento ante la prohibición del culto religioso y la persecución de los curas, los mismos que hasta ese momento habían bendecido las tropelías de soldados y caciques, bajo el grito de ¡Viva cristo rey!, de tan miserable recuerdo en mi país. No les movió el trato cruel que se les daba a las mujeres, no les movieron los muertos que aparecían tantas mañanas colgados en los árboles de las trancas de Cocula, no les movieron las tierras que les arrebataban a golpe de corrupción y miradas hacia otro lado. No asumían sus culpas que rápidamente desviaban hacia una mujer, la concubina de aquel que los tiranizaba, y así esperaban que la solución viniera de fuera o de las alturas, haciendo caso omiso de esa sabiduría hispánica, porque “también los españoles a pesar de ser españoles, en algún tiempo supieron algo”, de que “Dios ayuda a los buenos cuando son más que los malos”. Unas palabras que pronuncia el loco del pueblo, el presidente, como se hace llamar Juan Cariño, quizás el más despierto de todos.

“Su misión secreta era pasearse por mis calles y levantar las palabras malignas pronunciadas en el día. Una por una las cogía con disimulo y las guardaba debajo de su sombrero de copa. Las había muy perversas; huían y lo obligaban a correr varias calles antes de dejarse atrapar… al volver a su casa se encerraba en su cuarto para reducir las palabras a letras y guardarlas otra vez en el diccionario, del cual no deberían haber salido nunca… Todos los días buscaba las palabras ahorcar y torturar y cuando se le escapaban volvía derrotado…”

Esta mirada triste y dura del narrador sobre sí mismo es también una mirada compasiva por este tiempo parado, por el futuro sin cambios que espera al pueblo de Ixtepec, que nos espera a todos. Nunca seremos capaces de hacer que el tiempo se mueva por fin, quizás porque no nos está dada tal posibilidad, y ante lo cual solo cabrán soluciones pequeñitas e individuales, tal y como ocurre en la novela con dos de sus principales protagonistas, Felipe Hurtado y Julia Andrade. No podremos evitar que todo vuelva a suceder en este día perpetuo que vivimos, que siempre hemos vivido, en el que contemplamos como se van las horas esperando el milagro que nunca llega, ya saben, ese maldito Godot.

“Una generación sucede a la otra, y cada una repite los actos de la anterior. Sólo un instante antes de morir descubren que era posible sonar y dibujar el mundo a su manera, para luego despertar y empezar un dibujo diferente. Y descubren también que hubo un tiempo en que pudieron poseer el viaje inmóvil de los árboles y la navegación de las estrellas, y recuerdan el lenguaje cifrado de los animales y las ciudades abiertas en el aire por los pájaros. Durante unos segundos vuelven a las horas que guardan su infancia y el olor de las hierbas, pero ya es tarde y tienen que decir adiós y descubren que en un rincón está su vida esperándoles y sus ojos se abren al paisaje sombrío de sus disputas y sus crímenes y se van asombradas del dibujo que hicieron con sus años. Y vienen otras generaciones a repetir sus mismos gestos y su mismo asombro final. Y así las seguiré viendo a través de los siglos, hasta el día en que no sea ni siquiera un montón de polvo y los hombres que pasen por aquí no tengan ni memoria de que fui Ixtepec.”

Un destino implacable que no afecta solo a los pueblos, también a las personas que parecen actuar en contra de lo que quisieran, movidos por resortes internos que son incapaces de controlar y que los abocan a la tragedia final, como bien saben otros dos grandes protagonistas de la novela, Francisco Rosas e Isabel Moncada.

Al final, como siempre, pierden los mismos, ganan los mismos, una y otra vez, sin remedio.

“Vinieron otros militares a regalarle tierras a Rodolfito y a repetir los ahorcados en un silencio diferente y en las ramas de los mismos árboles.”
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