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Crítica de Guille63


Guille63
03 January 2024
Entre los variados problemas que plantea una primera cita hay uno que se lleva la palma, no digamos ya cuando esa cita es a ciegas: como advierte uno de los muchos mantras que contiene la novela, “no confundir dulzura con tristeza”, uno puede trastocar la ironía de nuestra acompañante en seriedad, o viceversa, puede malinterpretar el tono, los guiños, los gestos, juzgar con suspicacia su inteligencia, máxime si la intuimos muy superior a la nuestra, y así mandar al cuerno una cita que, con una mayor complicidad, hubiera podido ser la primera de muchas y no la última.

En esta mi primera cita con Sara Gallardo se dieron las circunstancias, pero no se producirá la conclusión, leeré todo lo que de ella encuentre, si bien todavía me estoy preguntando si Sara no sería otra de las muchas conquistas de Julián, el castigador con “grado uno de grasa”, con la elegancia que procuran varias generaciones de buena crianza, culto, simpático y triste insecto desesperado; tan entregada a él que ni le importase gran cosa su indolencia de niño rico heredero de papá, su cobardía, su hipocresía, defectillos que, ya que el amor es ciego, “un lugar común tan acertado como todos”, fácilmente trastocaría en males neutralizados a base de mimos de enfermera solícita y vocacional; o si, por el contrario, se trataría únicamente de algo de pena y un poco de remordimiento por escapar de él como lo hizo Lisa, su adolescente compañera capaz de “sufrir porque no pinta si toma sol y si pinta pierde el sol”. O si todo es una parodia del rico heredero, de la sociedad de la época, del amor.

Porque, digámoslo ya, lo contado no deja de ser una nimiedad (la historia de un amor tan parecido a muchos más, que le hizo comprender todo el bien, todo el mal, que le dio luz a su vida, apagándola después, etc. etc.) pero la maestría de la contante consigue superarla con creces a base de gracia, elegancia, originalidad, belleza, complejidad y poesía. Si bien hubiéramos deseado propósitos más nobles, metas más altas que las desdichas amorosas de un niño bien que desaprovechó una vida que el destino le puso a huevo, la irónica voz con la que la autora dotó al protagonista nos hizo muy soportable su inmadurez de eterno adolescente que quiso hacerse mayor al encargarse de unas tierras heredadas que le iban encerrando en una vida menos ancha de la que él imaginaba y que cayó derrotado por la conspiración de hormigas, avispas y mangangás. Un tipo realmente diestro en el retrato ocurrente…

“Mi cuñada era grisácea, hueca tirando a buena, y muy rica. Sus padres, longevos, impacientaban a mi hermano. Trataban los pobrecitos de hacerse perdonar la indiscreción cediendo a la hija no sé si inmuebles, tierras o acciones, regalos que pasaban por el tamiz administrativo de mi hermano, a quien ella temía. Como confundía ese temor con amor conyugal era bastante feliz, y él hablaba tan fuerte que a nadie en la casa se le ocurría que no fuese un hombre extraordinario”

… rápido en la pulla acerada, condescendiente, pero siempre educado, con las mujeres que sonríen con la cabeza ladeada y los hombres de boca de guinda y manos de obispo, duro con las convenciones sociales a las que no obstante se pliega y utiliza para hacer amistades con embajadores de familias encantadoras o mujeres ociosas de ladinos hombres de negocios.

“A los veinte años todo se ve con sol. A los treinta empieza la luna. No se sabe qué se ve, cuál es el engaño, cuál es la verdad”

Un enamorado que cae en todas las tonterías en las que caemos todos los enamorados, y que son aquí bien remarcadas y coloreadas, y que, como sucede tan a menudo, solo en la perdida llega a valorar lo poseído.

“Sin Lisa nada era soportable. Ni lo mejor, como las abejas zumbando en el cerro o la hermosura del parque detrás de las ventanas o el zorzal que canta en la estación. Ni lo peor, como las presencias agobiantes y la palabrería sin fin.”

¿Y los galgos? Los primeros, la pareja Corsario-Chispa, recibidos en la época feliz de la pareja Lisa-Julián, correteando libres por los campos a la caza de liebres, porque así es su naturaleza, representan la libertad que estos pretendían, lejos de las convenciones y responsabilidades que impone una sociedad para la que sus naturalezas no les hacían aptos, ni para aprovecharse de ella ni para hacerle frente. Y como se dice en ese otro lugar común que es el refranero: muerto el galgo se acabó Julián.
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