Personajes desesperados

Decía Santayana que “vivimos dramáticamente en un mundo que no es dramático”, una forma de subrayar nuestra insignificancia ante un mundo exterior al que no soportamos su indiferencia. Por eso es que tenemos que construirnos un mundo que, ineludiblemente, será a nuestra imagen y semejanza, en el que dotaremos a las cosas de un significado que objetivamente no tienen, en el que vislumbraremos intenciones en personas que posiblemente no alberguen, en el que los sitios a los que nos dirigimos o de los que huimos en realidad no tienen las propiedades que les atribuimos: el mundo, nuestro mundo, para bien o para mal, es tal como somos.

Y así como vivimos, impelidos a dotar a todo de significado, también leemos. Por eso es que un libro, sobre todo uno como este de Paula Fox, tan sugerente, tan abierto, tan críptico incluso, se adapta de una forma tan maravillosa a lo que cada uno busca, la verdadera magia de la literatura, como si el libro estuviera especialmente dirigido a cada uno de nosotros. Y es por eso que “Personajes desesperados”, inabarcable como todo gran libro, mueve a la relectura, pues siempre nos deja con la sensación de que lo principal, esa clave esencial para nosotros, se nos ha escapado.

“Las palabras solo servían para lo que podía decirse”

También los personajes desesperados de esta novela se han creado un mundo a su imagen y semejanza, o al menos esto es lo que yo he querido leer: una pareja en su mediana edad, Otto y Sophie, cultos, inteligentes y sin problemas económicos viven en un barrio de Nueva York en pleno proceso de gentrificación; ambos atraviesan ese momento de crisis en el que se valora la tranquilidad en la que se vive tanto como se aborrece, en el que se desea mantener el orden tanto como acabar con él, en el que se echa la vista atrás buscando esos momentos cruciales en el que dejamos de vivir la vida que nos estaba destinada; están en esa edad en la que aparecen las primeras molestias corporales que siempre “conllevan la reducción, o el fin, de algún placer”, en el que empiezan a brotar esas grietas físicas “a la vez ordinarias y risibles”; ese punto en la vida en el que se teme constantemente la llegada de una mala noticia, ese momento en el que de pronto aparece la muerte en el horizonte.

“¿Cómo hemos llegado aquí?”

Tal es su estado interior, que el exterior, la vida que ha ido surgiendo a su alrededor sin apenas darse cuenta, les rechaza, como si ya no les perteneciera ni ellos pertenecieran a ella. Surge en sus vidas un miedo inconcreto que acaba tiñéndolo todo: los objetos parecen encerrar amenazas, un porche es un nido de cuervos, unas estatuillas miran con malevolencia, los edificios amenazantes como enormes mamíferos carnívoros, entes inquietantes que van creando esa atmósfera de desasosiego tan propicia a la desesperación tranquila que, como la mayoría de los hombres (Thoreau), viven estos personajes. Una intranquilidad que se nos va contagiando con los elementos que Fox va dejando caer aquí y allá: cucarachas que corren por encimeras, cantidades de inmundicias anegando las calles, vecinos que se carcajean de la patada con la que vuelcan cubos de basura, una piedra arrojada contra una casa sin motivo aparente, otra invadida por unos gamberros que, sin llevarse nada, han destrozado todo lo que contiene, hombres que se quedan inmóviles y pensativos mirando el chorro de agua que sale de un grifo o la rejilla de una alcantarilla, malos olores, malos sabores y, como no, ese gato callejero que araña y muerde la mano de Sophie cuando esta se le acerca a darle de comer, punto de partida de la novela.

“Con qué rapidez se hacía pedazos la cáscara de la vida adulta, su importancia, ante el embate de lo que, de repente, era real, imperioso, absurdo”


P.S. La edición de la novela viene precedida de un prólogo de Jonathan Franzen: ni se les ocurra leerlo antes de terminar la novela.