Espacios sin aire

Leer este libro ha sido un poco volver a esa viñeta de Keiler Roberts en Isolada en la que un bote de sal se cae y ella se viene abajo, se hace bola y llora. No por el bote y desde luego no por la sal, sino por la sensación de que todo le está sobrepasando a una, de que el más mínimo roce o sobresalto es suficiente para tambalear la cuerda a la que nos agarramos.

Este libro de Shulamith Firestone, una de las voces más importantes del feminismo radical de los setenta en EE.UU, es eso, son textos a caballo entre el relato y el recuerdo sobre barcos que se hunden al otro lado del mundo sin que nadie intente salvarlos, es hablar de cómo el proceso de psiquiatrización te lleva a perder tu identidad y que pase a estar, como en la portada, cortada, difusa; es hablar de adicciones creadas, de miedos, suicidios e inseguridades impuestas.

Y es que ya lo que explica todo Susan Faludi en el epílogo: sitúa perfectamente a la obra de Firestone, explica cómo desde la izquierda los problemas de las mujeres se desoyeron, cómo empezó este feminismo radical que quería resurgir las cenizas de lo que se fue apagando tras conseguir el derecho al voto en el país; Faludi entra en la psique de todas las feministas que acabaron en psiquiátricos y de Firestone, por supuesto, de las violencias recibidas desde pequeña por ser mujer y de su relación tormentosa con una religión forzada.

También Kate Millet, compañera de Shulamith, da en el clavo a la hora de hablar de este libro, y cuenta cómo este es «una serie de observaciones devastadoras hechas sin ningún tipo de retórica», una parábola que «parece tratar sobre pequeñas vidas marginadas cuando en realidad es una enciclopedia de nuestra época».

Y al final el mensaje que queda tras esto es la importancia de las redes de apoyo, las mismas que empujaron a Firestone a escribir este testimonio y nos mantienen a nosotras día a día: amigos, compañeros y personas que sin ser nada de esto son capaces de entender lo compleja que es la mente. Sin ellas, nada.